Al igual que los niños, puedo mirarlo todo desde abajo y ya sé que no paran de mentir...
Hace ya varios meses que percibo en el aire nacional un ambiente de tono carcelario. Me da la sensación, cada que escucho hablar sobre las elecciones que se asoman, de estar en un ergástulo cuyos vigilantes y administradores son aún menos confiables que los inquilinos. Vuelan ya por los aires descargas de mentiras, amenazas, insultos y calumnias oficiales, como si a nadie le importara mucho mi papel de testigo presencial, y menos todavía mi opinión de votante espeluznado. Cabe pensar que esperan a que me resigne y encuentre muy normal vivir entre rufianes.
El horror de la cárcel nace y crece a partir de la incertidumbre. Sabes bien cuándo entraste, nunca cuándo saldrás. Estás, por otra parte, entre gente tramposa, y como tal te tratan. Tú palabra no sirve, tus razones no se oyen y tus más serios miedos son motivo de abierto pitorreo. La sensación de ser juguete del destino y verte siempre a expensas de lo que otros decidan equivale a una especie de infancia forzada, como en las pesadillas donde se está indefenso y en manos de un poder incontestable.
¿En quién puedo confiar en 2024? La pregunta es punzante y de pronto risible. No he caído en la cárcel y sin embargo veo que los hoy poderosos se empeñan en tratarme como niño y muy probablemente me toman por estúpido. La actitud del tahúr que no ve más allá de su avidez, ni encuentra necesario encubrir las chapuzas que le dan la ventaja sobre sus contrincantes. O la de aquel marido disoluto que se recrea en sus malas mentiras y hasta las considera parte de su encanto. Al modo de los presos viejos y mañosos, esta gente se piensa más lista que nosotros y apenas ve sentido en cubrir apariencias. ¿Para qué, pues, si de cualquier manera se ven eternamente en el poder?

Tuve en la infancia un amigo tramposo. Jugábamos turista, futbolito, carreras, escondidas, guerritas, canicas o parkasé, pero al cabo el escuincle tracalero tenía que ganar. Para colmo sus trampas eran burdas, tanto que en ocasiones le ganaba la risa a media discusión, pero ni así había forma de empujarlo a aceptar una derrota. Si se veía perdido, hacía una rabieta y abandonaba el juego, indignadísimo. Actitud que, por cierto, perfeccionó después, de modo que hace tiempo vive haciendo equilibrios entre amparos, demandas y nuevas paparruchas.
Tengo, pues, experiencia como perdedor, y gracias a eso sé que la gente tramposa confía demasiado en su presunto ingenio y apenas está al tanto de nuestra perspicacia. Soy sólo un ciudadano, pero no menos que eso, y así tengo un contacto con la realidad inaccesible para la camarilla omnipotente. Día con día pago las consecuencias de que mi descontento les sirva nada más que para despreciarme por no pensar igual, pues no hallan otra forma de tapar las pavorosas grietas que hay entre sus palabras y sus despropósitos. Al igual que los niños, puedo mirarlo todo desde abajo y ya sé que no paran de mentir.
Considera el tramposo que sólo los idiotas obedecen las reglas del juego. Se diría que toda su autoestima pende de la certeza de poder consumar cualquier engaño a costillas de los simples mortales. Le escuecen los derechos de los otros, necesita pasarles por encima para legitimarse ante sí mismo. Detrás de cada trampa guardan siempre otra trampa, y otra, y otra. Lo curioso es que crean que nadie se da cuenta.
El candor del tramposo está en su petulancia. Sospecha de los otros por sistema, pero esconde muy mal sus turbias certidumbres. Al igual que el fullero que usa cartas marcadas, da por hecho su triunfo con una chulería similar a la del presidiario que se creía invencible minutos antes de ser esposado. Se sienten especiales los tramposos. Distintos. Superiores. Por eso cuando caen no se dan cuenta, y entonces se dedican a hacerse trampa solos, con el cuento de que ellos son los entrampados. “Ya te conozco, mosco”, solía decir mi abuela y soltaba una risa de niña traviesa.