Cultura

El placer de sufrir

Se aferra a su objetivo y golpea la pelota como el gran maestro que es. Reuters
Se aferra a su objetivo y golpea la pelota como el gran maestro que es. Reuters

“¿Otra vez sufrigozando?”, se pitorrea mi esposa cada vez que me ve poseso por un cierto partido de tenis. Bastan dos, tres minutos de concentración para ir y venir innumerables veces entre martirio y éxtasis. Ciertamente no pierdo ni gano cosa alguna si es que mi favorito juega como espero, y no obstante sus luchas intestinas me alebrestan aún más (de pronto mucho más) que mis propios problemas. No sé por qué, cómo ni en qué momento las tribulaciones de Novak Djokovic consiguieron fundirse con las mías; el hecho es que he adquirido, gracias al espectáculo que tengo delante, una dosis extrema de fe en el porvenir, misma que a cada instante le da por tambalearse, y de esa incertidumbre destemplada soy cautivo dichoso y afligido. Es decir, sufrigozo.

De las cuatro virtudes cardinales, parece más difícil la templanza, sin la cual no es posible ejercer cabalmente prudencia, justicia ni fortaleza alguna. Y si bien puedo estar todo lo descompuesto que se me antoje mientras pasa el partido, a mis héroes les sale muy caro ese desliz. He visto derrumbarse a los más grandes por insignificancias tan ridículas como exageradas, y entonces no he podido por menos de mirarme en su pellejo y traer de regreso recuerdos vergonzosos de la última vez que perdí los estribos y me porté como un idiota destemplado. Uno quiere creerse capaz de controlar sus propias zonas sísmicas, por eso encuentra recompensa y sosiego en que sus admirados gladiadores lo consigan en el momento clave.

Hubo un tiempo en que el tenis estaba dominado por divos mercuriales. Fieros competidores que enseñaban los dientes a los jueces, y a veces hasta al público, cuando alguna medida les contrariaba. Algunos, como John McEnroe, terminaban sacando jugo de ese caos, pero la mayoría se ofuscaba y rodaba hasta el fondo del abismo que su descontrol mismo había cavado. Por eso, aún en tiempos de Connors y Nastase, era admirable la frialdad de Bjorn Borg, a quien muy rara vez, si alguna, se le vio engorilado a media cancha. Dice Rafa Nadal que esto tiene que ver con el ejemplo que se da a los niños, pero he aquí que en el curso de un partidazo todos, sin excepción, nos convertimos en chamacos caguengues, y como ellos pasamos las de Caín por esa larga angustia cuyo resultado se basta para darnos o regatearnos la fe en nosotros mismos.

¿Por qué iba uno a admirar a Serena Williams, si no por todo lo que aprendió de ella? Más nos habría enseñado la archicampeona, sin embargo, si en dos o tres momentos decisivos no se hubiera dejado devorar por sus monstruos y soltado los pesos por pelear los centavos. Que es lo que hace quien ya sabe que lucha por decenas de puntos y se deja abrumar por solamente uno. “Ese ya lo perdiste, ve por el próximo”, solía aconsejar Rod Laver a los rehenes de la adversidad. Y hoy que el tenis exige no sólo una absoluta condición atlética sino además un férreo control emocional, vemos que no es posible ya alcanzar un legítimo estatus de campeón sin ejercer a fondo la templanza.

“¡Estorbo!”, dictamina el juez de silla, tras oír a Novak Djokovic gritar frente a la red, motivo suficiente para quitarle un punto en la semifinal del torneo de Wimbledon. El tenista reclama escuetamente, recibe una sucinta explicación y encaja el veredicto a despecho de la contrariedad. No lo hace por el juez, ni por el público, sino por conservar el foco en el partido. Podría desfogarse con un par de sabrosas blasfemias en serbio, que el juez seguramente no entendería, pero el precio sería jugar echando espuma por la boca. En vez de eso, se aferra a su objetivo y golpea la pelota como el gran maestro que es. Y uno respira hondo, como en aquel momento en que el motociclista le mentó la madre y decidió ignorarlo, por salud mental. Tal es la épica íntima del sufrigozador: ganamos o perdemos todo a cada instante, y aún así tratamos de no volvernos locos.


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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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