
“El ronquido”, apunta el venezolano Manuel Carreño en su Manual de urbanidad y buenas maneras, “no es un movimiento natural y que no pueda evitarse, sino un mal hábito, que revela siempre una educación descuidada”. Mi abuela me contaba que ya en su juventud se hacía abierta mofa de los preceptos del señor Carreño, cosa muy comprensible si tomamos en cuenta que el libraco de marras se publicó en 1853. Es curioso, no obstante, observar que 170 años después la humanidad no logra ser menos ridícula.
Los neocarreñistas están en todas partes, con su sintaxis tiesa, sus cumplidos absurdos y esa falsa modestia que es camuflaje ideal de la ruindad. No disponen de algún manual en forma, pero jamás les falta el entusiasmo para reglamentar por sus pistolas los modos,el lenguaje y en general las vidas de los otros. Y si antaño se hablaba con desprecio de los modos groseros de Fulano, los árbitros de hoy ponen la lupa sobre la mala entraña que deja ver Mengana en sus palabras. Es decir que en lugar de aligerarse, la censura social se ha endurecido al extremo del juicio y la condena de carácter moral, cuando no las cascadas de regaños que hoy son cosa corriente. Los criticones de antes han sido reemplazados por inquisidores, y como es natural no toleran más reglas que las suyas. Se diría que los neocarreñistas son idólatras de la uniformidad.
Opino que que el sentido común es maestro insuperable en cuanto a buenos modos se refiere. No hace falta un prontuario para evitar los chistes a costillas del muerto durante el funeral. Luego están la experiencia, la sensibilidad, la agudeza y el tacto, entre otras facultades y recursos de los que uno echa mano para estar a la altura de cada situación. Somos, al fin, lo que dejamos ver, pero también lo que se nos escapa y eventualmente nos desenmascara. La corrección política tiene que ver con el afán cosmético de suprimir toda espontaneidad en aras de la mera impostación. El triunfo del cartón sobre la carne.
Si yo fuera un racista enmascarado, trataría de expresarme con el lenguaje de un humanista impoluto, de manera que nadie osara imaginarme con la capucha blanca en la cabeza. ¿Cuáles son las palabras que el neocarreñismo no me permite emplear? Todo depende del inquisidor. Por eso lo común es la autocensura. Debo hablar, y supongo que escribir, como un pobre pacato remilgado que ha de pedir permiso para abrir la boca, y en tal caso esmerarse diciendo nada más que lo esperable. Pues sólo así, ocultando mi naturaleza, tal como ocurre en todas las dictaduras, lograré que me traten como persona aquellos que me quieren convertido en robot. Gente que alberga la creencia inmamable de que es obligatorio pensar tal como ellos.
Tengo muchos defectos, igual que todo el mundo. Muy pocos de los cuales, ya me temo, les son ajenos a mis seres queridos. Me equivoco, además, con notable frecuencia, y me atrevo a decir que es así como tomo mis lecciones vitales. No espero, por lo tanto, que quienes me frecuentan sean perfectos, cuantimenos que actúen o hablen como yo. Y si acaso me hieren con algún comentario poco atento (porque complejos tengo, cómo no), creo, porque los conozco, que no tardarán mucho en disculparse. Y aun si así no lo hicieren, prefiero eso a tener que lidiar con hipócritas. ¿O es que debo apreciar sinceramente a los amigos que desconfían de mí?
Según decía Borges, evitar el uso de una cierta palabra, a través de eufemismos, retruécanos o figuras retóricas, es la manera ideal de subrayarla. La modestia, por tanto, poco tendría que hacer incurriendo en excesos de gusto y eficacia tan dudosos como la fanfarrona pretensión de que aquí todo el mundo está muy orgulloso de su humildad. ¿Qué somos, pues, carajo? ¿Hugo, Paco y Luis?
La gente regañona es blanco natural del chacoteo. Uno se cansa de ellos, y al cabo los elude. Algo me dice que los nuevos puritanos serán los viejos regañones del mañana… y harán reír con su ridiculez.