Cultura

El malandro fotogénico

Los villanos suelen tener su encanto. Incluso los insulsos, que ya por el solo hecho de haber atravesado ciertas negras fronteras se hacen con la atención de nuestro morbo, y en un descuido nuestra admiración. ¿Qué ocurre en el cerebro del hijo de puta, para pasar por alto esos remordimientos que a uno le escocerían las entrañas? ¿En qué nos parecemos, por ejemplo? ¿Es aquel desalmado más valiente, más terminante, más eficaz que yo? ¿Qué haría uno mejor que él, de verse en su lugar? ¿Somos tan diferentes, en esencia? ¿Podemos ser amigos, por ejemplo?

Encontrar empatía con el malo es consumar una pequeña travesura, ya sea por adherirse a la opinión reinante o por pintar la raya del provocador. Lo hacemos a menudo en la niñez, donde puede uno ser "policía" o "ladrón" sin menoscabo de su buena imagen. Luego, en la adolescencia, no falta el fanfarrón que se procure un poco de respeto tras adoptar posturas execrables y ostentarse contrario a la piedad. Después de eso comienzan a hacer falta coartadas, como sería el caso del interés científico, literario, periodístico, sociológico, psiquiátrico, lo que sea que oculte, disfrace o dé buen nombre a cierta retorcida fascinación.

Como los narradores, los actores la tienen más o menos sencilla. Ponerse en los zapatos del canalla no es sólo permisible, sino reglamentario en quien se compromete a dar vida a una historia. Admira uno a sus malos tanto como de pronto los detesta, y eventualmente se encariña con ellos porque ocurre que ha estado en su pellejo y aprendió a ver el mundo desde sus ojos. Es decir, puede ser el que nunca será, y ya sólo por eso jugará a administrar los sedimentos que la aventura —esto es, la travesura— le dejó en la memoria. Nadie puede contar ni interpretar la vida de un villano como Dios manda sin haberse dejado tentar por el demonio.

Entender a los monstruos supone, por principio, no juzgarlos. Alguna vez, hace ya muchos años, me propuse algo así, de visita en la cárcel. El plan era asistir semanalmente, con la coartada de la literatura. "Es para una novela", les decía a los presos que aceptaban contarme, donativo mediante, un trozo de su vida criminal. Absorto ante sus gestos, sus palabras, sus chistes, no podía evitar sentirme en desventaja frente a aquellos malandros consumados, de forma que en lugar de desconfiar, trataba de hacer méritos para lucir confiable, como un niño de kínder ascendido a tercero de primaria.

"Si quieres, te traemos a un chacal", me ofreció alguno de ellos. Dos minutos más tarde, tenía frente a mí a un doble asesino. Nada muy especial, a esas profundidades, como no fuera la obsesión recurrente de relativizar la fechoría. El villano acredita su maldad, pero aclara que hay otros peores que él: gente, esa sí, carente del menor de los escrúpulos. Y uno, a su vez, se luce pretendiendo que nada de esto le impresiona, cual si las cuchilladas a mansalva fueran cosa del diario en su mundo de gente de provecho.

Nadie va a la guarida del villano esperando que aquél respete más leyes que la suya. Y ocurre lo contrario, más temprano que tarde. El visitante sigue haciendo méritos, y ello incluye no sólo justificar al malo, sino hacerse un poquito su secuaz. Igual que, si uno quiere hablar con el borracho, no está de más servirse unos alcoholes. "No soy mejor que tú", quiere dar a entender el que busca empatía con el monstruo, y no es del todo raro que el gesto le resulte gratificante a su ego disfrazado de bandido.

Narcisismos aparte (imposible evitarlos, una vez que te sabes protagonista de una aventura rara, peligrosa y especialmente ilícita), la atracción por el mal y sus protagonistas es lo bastante fuerte para dejar de lado las consideraciones más elementales, como sería el hecho de saberse en presencia, y por tanto a merced, de un matón sanguinario, un perfecto psicópata, un monstruo impredecible. Pues si ha hecho uno el esfuerzo de ponerse en su sitio, seguro le habrá hallado alguna fotogenia emocional. Una cosa es que sea un criminal, otra que no te pueda seducir.

Los villanos famosos tienen al menos una buena disculpa: no pretenden ser personas de bien, como tantos entre sus socios innombrables. Villanos aún peores, pues además son mustios y cobardes, ¿no es verdad? Una vez que compró estos argumentos, el malo de ocasión está cargado de razones para ponerse del lado del gang. Nada que no soñara desde niño. ¡Manos arriba, putos, no faltaba más!

Si he de ponerme ahora en las chanclas de Sean Penn, prefiero ir al infierno con El Chapo que al paraíso del Comandante Eterno. Pero he aquí que cada uno lo fascina a su modo, y luego, artista al fin, narrador de sus fluidos seminales, se privará de todo menos de la experiencia fotogénica de visitar al Anticristo mismo y regresar con vida a relatarlo. En un sentido íntimo, profesional tal vez, necesita ganar esa experiencia. No diré que lo entiendo, de tanto especular, pero tampoco niego que mi malandro interno tiembla un poco de envidia narrativa. Díscolo aventurero: crazy son of a bitch.

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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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