Escribo esto desde la capital de un país hostigado por el hampa, al cual no estoy seguro de poder seguir llamando “mío”. Pues si viviera en uno de esos pueblos o ciudades fantasma donde no hay otra ley que la de los mafiosos, hace ya mucho tiempo me consideraría poblador del infierno (iba a escribir “ciudadano”, pero allá no se estilan esas prerrogativas). Como la gran mayoría de los chilangos, ignoro hasta que punto mi ciudad está en manos del hampa, pero ya doy por hecho que parte del dinero que alberga mi cartera terminará en sus manos, inexorablemente.
A diferencia de otros patrocinios, comúnmente anunciados con reflectores, los propietarios de bares y restaurantes no nos hacen saber si en su establecimiento se paga algún “derecho de piso” a cambio de evitarse una entrega de plomo a domicilio. Transferido a los precios del menú, el dinero para los extorsionadores sólo podrá salir de nuestros bolsillos. No tenemos el susto de conocer a los beneficiarios de este abuso increíblemente cotidiano, y no obstante ya podemos contarnos entre sus numerosos y distraídos sponsors. Pagamos doble impuesto, diríase que a cambio de nada.
No faltan quienes crean, muy románticamente, que las toneladas de mercancía pirata que inundan las banquetas son fruto del ingenio de los desesperados ante la falta de oportunidades, pero ni el más humilde de esos vendedores escapa al yugo estrecho de un crimen a menudo mejor organizado que aquellos responsables de combatirlo. Verdad es que el Estado resulta ser el ente más afectado por la piratería, dado que los maleantes no pagan impuestos, pero pasa que yo, a diferencia de ellos, no dispongo de medios suficientes para evitar que me sigan robando las regalías con las cuales me ayudo a subsistir. A mí no me compensan con sumisión y votos por dejarlos robarnos impunemente.

Es fácil obligar a los productores de alimentos a imprimir todas esas alertas redundantes en torno al contenido de sus mercancías. Lo difícil sería garantizar que sus camiones no serán saqueados o quemados, porque la policía anda muy ocupada y buena parte de las patrullas que alcanzamos a ver en las carreteras son de puro cartón: meros espantapájaros-de-cuentas. ¿Y quién, si no nosotros, acaba por cubrir las incontables pérdidas que produce el remedo de seguridad?
No es exageración ir por la calle a cualquier hora con el alma en un hilo, peor todavía si eres mujer y ya de por sí lidias con un ejército de mandriles jariosos. Basta con que un sujeto te mire raro para que encienda todas tus alarmas. Pues así como hay cámaras en cada esquina, tampoco falta en ellas el ojo vigilante del hampa, que está aún más atento que las cámaras y sabe exactamente lo que busca, puesto que de eso vive y paga un alto precio por equivocarse. ¿Cómo sé, por ejemplo, si al cruzar la avenida estoy entrando en otra jurisdicción criminal?
Las calles bullen de motociclistas, muy pocos de los cuales acreditan que existe algo así como un reglamento de tránsito. Y como cada día son más los comensales que quieren evitarse la calamidad de una balacera, un asalto o algún pago de piso indirecto, hay legiones de tamemes motorizados a los cuales tampoco puede importunárseles, porque quién va a decirte cuáles de ellos trabajan de sicarios y cobran las afrentas al contado.
Todo esto, sin embargo, es poca cosa si tomamos en cuenta las complicidades y negligencias que lo hacen posible, ahí donde las leyes parecen nada más que recomendaciones opcionales y el poder, por su parte, se envanece en desafiarlas, cuando no se apandilla sabrá el diablo con quiénes para pisotearlas. Me encantaría ser capaz de pintar una línea entre legalidad y delincuencia, pero todo se ha vuelto tan confuso que las sorpresas pasaron de moda. Si al norte del Río Bravo hay un maleante que podría acabar presidiendo el país desde la cárcel, no sería tan extraño que en el país que un día llamé “mío” terminen gobernando los mismos que ahora cobran el “derecho de piso”.