Sociedad

Mi último moshpit

A Jim Soos. Mi codelincuente de conciencia.

Mi último moshpit
Mi último moshpit

“Supongo es una forma de vivir y lidiar con una tragedia, afirmar después de que sucede que la viste venir, como si de alguna manera ya hubieras hecho los ajustes necesarios de antemano…” dice el personaje de Billy Ansel en la novela de Rusell Banks The Sweet hereafter. O El dulce porvenir, historia que se hunde en la exploración del duelo después de una inconsolable tragedia con meticuloso vouyerismo. El duelo, ese sentimiento de pesada monotonía y sosiego ante una pérdida que sabe y se sabe, irreparable.

Pero a diferencia de Billy Ansel no estaba preparado emocionalmente para que mis tendones se hicieran cargo de la pérdida irreparable. El pasado domingo, el anuncio del último moshpit se presentó como un golpe de rayo desde la nunca, atravesando la cadera hasta destrozarme la planta de los pies. Sentí que algo fallecía, así como William Burroughs describía como relámpagos de colores inexactos la sensación de demencia y abandono de su cuerpo como materia. Para coronar la despedida sonaba “Story of my life” abriendo el encore de Social Distortion la noche del 16 de diciembre. El último de cinco conciertos que los Social dieron en el Fillmore de San Francisco. El siempre atractivo y pornográfico de Mike Ness cantaba con su inconfundible voz de masculina redención uno de sus grandes éxitos sobre los errores que cometemos en esta vida tan a contra reloj que apenas si hay tiempo de repararlos.

“Life goes by so fast, You only want to do what you think is right. Close your eyes and then it's past. Story of my life…”

Cerré los ojos. Fue inevitable no acordarme de mis primeros moshpits. Slams, le decíamos en el México en los noventa. Hubo dos momentos inaugurales, Front 242 en el Ángela Peralta del entonces Distrito Federal, y la Cuca en la Plaza de Toros de Torreón. El primero fue una revelación. El segundo un ritual de iniciación.

Ni idea de quienes eran Front 242, pero en la radio los anunciaban como un acto imperdible. Fui con un amigo de la secundaria. Engañé a mi abuela diciendo que iba a unos XV años. Hasta compré unos chocolates que dejé en un bote de basura en el Metro. Creo el tío de mi amigo, el mismo que nos indujo por el mal camino y convencernos de gastar nuestros ahorros en el boleto, soltó algunos pesos a los de seguridad para que nos dejaran entrar siendo menores de edad. Toda esa muchedumbre, la mayoría hombres, en chamarras de cuero y botas industriales me recordaban al George Michael de “Faith” que desde niño me ponía la piel de gelatina. Después de un tsunami de cervezas que el público aventaba al escenario desesperados por el atraso, por fin Front salió al escenario. Ni idea de que esos golpeteos fabricados por un teclado Roland eran los síntomas de lo que se llamaba rock industrial. En la secundaria sonaban algunas cosas que le decían industrial. Nada comparado con eso. Sin embargo, hubo algo que me cautivó más que la música: los círculos de slam. Los cuerpos de aquellos hombres estrellándose unos a otros, los torsos y los hombros fusionándose con el mismo sudor y las mismas lujuriosas sonrisas de las escenas de porno buga que veíamos en formato VHS en casa del Carlos Manuel Velázquez en las faldas del Ajusco. Pero en Front 242 eran sólo hombres bendecidos por estrobos y la voz de Jean Luc de Meyer. Neandertales con sentido del ritmo que se abrazaban disculpándose cuando el madrazo ya no era tan fraterno. Cuando alguien se caía lo levantaban estirándole la mano como a un herido de guerra. Lo recuerdo perfectamente: tuve una erección. Y creo me vine en los calzones. Por supuesto el tío de mi amigo nos prohibió estrictamente movernos de nuestros lugares, que prácticamente estaba en la última fila del foro Ángela Peralta. Pero la maldición me había caído.

Había una segunda fecha de Front 242. Pero fue cancelado por los respingados vecinos de Polanco. Según esto querían proteger al público de esos golpes salvajes del slam. Protegeros y salvarnos de nuestro propio placer.

El de la Cuca en la Plaza de Toros de Torreón me agarró más curtido años más tarde. Aún tenía frescas las imágenes del toquín de Front 242. Lo cierto era que seguía virgen no solo de los círculos del slam, sino también de mi homosexualidad doblada en el clóset. Apenas José Fors salió al escenario mis piernas despertaron en su propia conciencia. Querían salir corriendo a unirse al slam de los chicos malos de la Comarca Lagunera. Algunos con crestas. Los únicos punks del desierto. Pero la cobardía las inmovilizaba. ¿Y si me sacan el aire de un golpe en el estómago? ¿Y si me caigo y muero aplastado? Y a pesar de todo eso, nada preocupaba más que verme como un debilucho en medio de esa masa masculina. Sentía la obligación de unirme. Por fin sonó la “Señorita cara de pizza”. Respiré hondo. Atravesé un par de muros humanos y por fin entré al ojo del huracán. Los pinches golpes llegaron como granizo pero no fue tan agotador y mucho menos violento como lo imaginaba. Doloroso, sin duda. Pero con la satisfacción de haber superado mis temores y entrar en una cofradía de éxtasis masculino.

Después entendí que mi primer slam o moshpits como les decían en el fanzine Punk Planet fue de alguna manera, también mi primer encuentro homosexual en medio de las tolvaneras conservadoras que azotaban a Torreón por ese entonces. Más tarde, Henry Rollins me daría la razón: “básicamente los círculos de moshpit son una orgía gay con ropa y sin penetración, mejor váyanse a un hotel y háganlo como se debe”. Encantadora metáfora de darse en la madre el mundo diseñado para la reproducción buga a punta de saltos y empujones. Nadie dijo que abrirse camino como joto sería fácil.

Desde entonces los moshpits se convirtieron en una liturgia. Las presentaciones de la Maldita Vecindad en los festivales zapatistas en el estadio de prácticas de CU y los toquines punk de Nezahualcóyotl me entrenaron para tener equilibrio y los hombros en posición de resistencia a finde irme de hocico y estrellarme los dientes de por si chueco.. Salí del clóset y descubrí que después de moshpit quedaba excitado. Por suerte abrieron las Casitas sólo para hombres gays y sus horarios de 24 horas y no hubo problema. De misfavoritos fueron con los Babasónicos a quienes les desconcertó la intensidad del moshpit mexicano, ¡Hey, amigos, paz! nos gritaba el Dávalos todo espantado de que la violencia escalara. Recuerdo la vez que me sacaron a empujones de un slam de Rancid en un Vive Latino que por que mi altura y desenfreno ponía al resto en desventaja. Terminaba adolorido. Deformado por dentro.

Siempre supe que habría un último moshpit. Lo supe desde que empecé a usar plantilla para pies planos a los 7 años. Los Bruciaga tenemos pedos serios con la columna vertebral que en su natural desviación va oprimiendo conductos nerviosos hasta orillarnos a una especie de ermitaña locura ósea. La joroba empieza a asomarse en la flor de la adolescencia y no para hasta el último tirón. A veces pensaba que al menos en Torreón era fácil identificar a un Bruciaga sólo con detectar la espalda encorvada. Saltar para mí siempre fue un gozo masoquista. Y los años de boxeo solo empeoraron la condena genética.

En medio de toda mi fascinación por los moshpitss descubrí a Social Distortion. El primer disco que me compré fue el Somewherebwtweenhell and heavenen el Tower Records de Altavista, cerca de San Ángel. AA la tercera canción caí rendido a las patillas de Mike Ness y sus riffs de desgarradoras confesiones. Como los Pogues, hay pasajes de Social Distortion que me arrancan las lágrimas por llevar el rockabilly a los límites de la sensibilidad masculina.

Recuerdo los Descendets en la Carpa Astros y el inesperado slam de Primal Scream cuando tocó “Velocitygirrl” cerca del Toreo de cuatro caminos. La vez que perdí unos Ray Ban carísimos en el slam de TheJesus and Mary Chain. Dinosaur Jr. con el Carlos Velázquez. Un ex novio yo empezamos el moshpit en un concierto de Fisherspooner que terminó en confusión con los calzones a media nalga. Estuve a punto de tener sexo en vivo en medio de una muchedumbre que al parecer nuca había visto un brote de slam. Los que se unieron eran un poco pasados de lanza.

Supe que el final se acercaba cuando en la presentación de Amyl and the Sniffers en el foro Indie Rock de la Ciudad de México mi se torció por la una mala caída consecuencia de la gravedad en la malformación ósea que se ensancha conforme envejezco. El doctor me dijo que lo más probable es que desarrolle artritis. Tardé en recuperarme del todo.

La noche del 16 de diciembre Social Distortion cerró con el cover a “Ring of fire” de Johny Cash y finalmente “Bad Luck”.

Cojeando me fui a un rincón a disfrutar del encore del último concierto de Social Distortion mientras me secaba las lágrimas. No sólo por las letras y la voz de Ness. La planta del pie izquierdo me ardía. Era como si me hubieran destrozado el Tendón de Aquiles con un palo de golf.Jim, mi incondicional esposo me dijo: no más moshpits. Ya va siendo hora de que aceptes que la vejez está llegando.

Cierras los ojos y ya es pasado.

No puedo sino dar gracias que mi último moshpit haya sido bajo la bendición de Social Distortion.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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