Sociedad

Lecciones de Maradona y el sida

No fui un niño pambolero. Durante mi infancia El Santos Laguna vivía sus peores días, así que no había mucho que ver ahí. Los niños de la cerrada allá en Torreón jugábamos al beis. Todos querían armar su equipo a los Dodgers. Pero mi naturaleza propicia a llevar la contraria me obligaba por verme diferente. Coaccionaba a los vecinos para que fuéramos los Bravos o los Azulejos de Toronto, el equipo de mi abuelo. Apostábamos chocolates gringos que comprábamos en la fayuca de la Vicente Guerrero.

Luego venían las vacaciones largas. En el sexenio de Miguel de la Madrid estábamos más de dos meses fuera del salón escolar. Las primas de mi madre organizaron una tremenda peda familiar para la final Alemania-Argentina aquel 29 de junio. Mis nociones del soccer eran lejanas. Pero si que sabía quién era Michael Schumacher y Jorge Valdano solo de ver la televisión. En esa casa de Azcapotzalco se respiraba cierto clasemediero apoyo a la selección germana. Decían que los alemanes le bajarían los humos a Diego. Excepto mis padres y una prima de mi madre que escuchaba a Mercedes Sosa mientras leía cómics de Mafalda. Nunca olvidaré la respuesta de mis padres a esas aseveraciones: “Dirán lo que quieran, pero Maradona viene del mismo lugar que nosotros: el tercer mundo. Él es nuestro. Nos entiende con la frente en alto ante los teutones. Y no se avergüenza. Apoyarlo no es subirle los humos. Es una cuestión de dignidad”. Creo que fue de las pocas veces que vi a mis padres auténticamente contentos uno con el otro.

Con Diego Armando Maradona empecé a tener conciencia sobre ser latinoamericano en un planeta dividido entre el primer mundo y banderas subdesarrolladas. El fut era un asunto de gritos desesperados por la identidad y pertenencia.

Entonces conocí “La mano de Dios”.

Después de aquel verano del 86, en los recreos de la primaria abandonamos el beis o el bebeleche para darle al balompié. Pero no jugábamos al fut propiamente. La idea más bien era imitar a Hugo Sánchez en el comercial de Coca-Cola. Y a ser Diego Armando Maradona cargando la copa. Como sea, mi posición era de portero, según esto por la altura. Era bueno. No obstante siento que los porteros de la primaria en 1986 éramos pequeños jotitos en potencia. Recuerdo que hasta los niños que se sentían cómodos jugando con las niñas querían ser parte de la emoción, aunque siempre tuvieran miedo que el balón se les estrellaría en la jeta. Todos querían jugar a ser campeones tercermundistas.

Crecí y la leyenda de Maradona fue construyéndose con el sudor de su veloz talento y extravagancia limítrofe. El escándalo del antidoping del Mundial de 1994 me llevó a identificarme con él. Era un punk de la cancha. Aun cuando el soccer seguía teniendo cierto soplo de indiferencia en mi vida. Poco después conocí a Francisco Cullen. Hablando de Maradona me fue lavando el cerebro con eso del soccer. Juntos descubrimos libros estupendos sobre el drama del futbol: Dios es redondo de Juan Villoro, Entre los vándalos de Bill Bufford, Fiebre en las gradas de Nick Hornby, Las pesadillas del Marabú de Irvine Welsh. En este último, Welsh hace un doloroso cruce entre el futbol, la violencia machista, la música de los Happy Mondays y el sida.

El Cullen solía decirme: Yo solo estoy esperando el día en que Maradona de positivo, como el Magic Johnson. Con sus excesos promiscuos en los noventa resultaba fácil suponer tal cosa. Pero nunca pasó. El VIH/sida es un problema de salud pública cuya alta prevalencia y riesgo sigue estando en el grupo de hombres que tienen sexo con otros hombres. Aunque los primeros de diciembre, Día Mundial de la Lucha contra el Sida, muchos homosexuales se apresuren a decir que el peligro del virus alcanza a las relaciones bugas. Lo cual es totalmente cierto. Pero que no me vengan con el cuento que descosen tal frase con vocación hipocrática. Es una metáfora activista para no sentirse marginal en un mundo que ha asimilado la igualdad como una herramienta de sometimiento social. Que no se olvide que la lucha contra el VIH/sida empezó por parte de hombres homosexuales que ensalzaban la diferencia como un valor para los derechos humanos. El marketing gay ha lavado el cerebro a las poblaciones homosexuales haciéndoles creer que el orgullo se reduce a marcas de cosas decorativas, bonitas e inofensivas. Si algo me enseñó Maradona es que se debe estar orgulloso también del riesgo y de las consecuencias. Que debemos estar orgullosos de nuestros epitafios. Muchos de los derechos en materia de VIH que hoy gozamos se ganaron a partir de la rebeldía frente a los convencionalismos heterosexuales.

Alguien a quien adoro con mi alma mugrienta escribió: “Qué triste que la humanidad siga endiosando humanos en vez de solo apreciarlos por sus talentos. Maradona no es ningún dios, solo era bueno para el futbol”. Es precisamente eso lo que me engancha con la figura de Maradona. Su humanidad imperfecta en el hedonismo, pero fulminante para reaccionar en la cancha. Como esa canción de Rob Zombie “More human than human”. Muchos gays despotricaron contra Maradona como si se tratara del enemigo; tratarlo como basura no borrará el bullying que sufrimos los jotos de niños a partir del fut. A pesar de uno que otro arranque homofóbico, Maradona es más auténtico que los eslogans de ídolos como Sam Smith a quien nos embutan desde una sala de juntas dirigida por bugas voraces. Al imaginario gay le aterra la pobreza, de donde venía Maradona y de la que nunca se avergonzó. En buena parte, fue eso lo que conmovió al mundo entero.

Cuando supe de la muerte de Maradona se me nublaron los ojos. Quizás por el recuerdo de El Cullen. Los dos han partido.

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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