Salvo que otro disco suceda, efectivos monstruos que vengan a jalarme las orejas, a fumigármelas, o de plano, acribillarme el tímpano a punta de prolongados ruidos como quien tortura a su víctima arrancando toda la uña completa sin anestesia, me parece que el Joy as anact of resistance de los Idles ya se ha hecho con la corona del mejor disco del 2018. Por ahí se vienen noviembre y diciembre, el nuevo de Prodigy y sobre todo el sigiloso pero imponente regreso de Dead Can Dance, no obstante, me temo la reputación a plomo de culto de la banda con raíces británico-australianas suprimirá las expectativas o el desencanto, aunque siempre estoy dispuesto a que me cacheteen la boca con el funda de un buen sencillo.
Llevo, literalmente, semanas con el segundo álbum de los Idles taladrando mi cabeza. Cada que quiero desprenderme de esas voces altaneras, tan barriobajeramente británicas, entre lo cockney y lo alcohólico, que junto a ellos Banksy (es que los Idles también son de Bristol) se ve como Roberto Palazuelos, termino volviendo al track uno del Joy… con la misma adictiva tracción de cuando te enganchas con las endorfinas mientras entrenas aerobics o pesas o sparring o cuando se corta la siguiente línea de coca sobre el espejo vacío. Exasperado regocijo por celebrar la vida en tiempos en los que uno se nortea con culera facilidad y algunos rockerillos han preferido los gimoteos y la mariconez, según la acepción de los hermanos Cano, para flagelarse sobre algunos males que amamantan la miseria humana como la desigualdad social, la xenofobia o el machismo, gritando muy claro y fuerte que no son racistas. Muchos menos xenófobos. Tienen una canción al respecto, “Danny Nedelko”, en la que describe a su mejor amigo de sangre como un hermoso inmigrante, incluso con cierta honestidad que los gays pudiésemos malinterpretar como homoerótica, aunque en muchos sentidos, es un canto a la diversidad.
Puse en repeat “Danny Nedelko” mientras leía las noticias sobre la Caravana Migrante encontrándose con la desarticulada y hostil frontera sur mexicana; también mientras los timeline se saturaban de sorprendentes comentarios xenófobos contra los migrantes centroamericanos, con particular rechazo a los hondureños, todos tecleados por mexicanos, muchos de ellos homosexuales por cierto, casi los mismos que se desgarran la vestiduras escribiendo hashtags como LovesWin o promueven boicots a marcas de vodka fancys contra las leyes antigays de Rusia a ritmo de Lady GaGa, ahora promovían opiniones anti inmigrantes diciendo que ocuparían los trabajos de mexicanos que ellos mismos suelen rechazar en apps de ligue por ser muy chacas. Por momentos parecía que la xenofobia desplazaba a la homofobia y bugas y gays hacían las paces trayendo a cuento un nacionalismo rancio y racista.
Una vuelta de tuerca bastante perversa de la interseccionalidad.
Más tarde empezaría a circular la foto de un grupo abiertamente gay apoyando la causa antiaborto en una marcha familiar de Durango, agrupados bajo el nombre de LGBT por la vida, con origen en Washington DC en 1990, recibían aplausos y bendiciones por parte de grupos conservadores que aunque castigan la sodomía con su sagrada soberbia que les permite linchar como deporte espiritual, a éstos les aventaban aprobación y bendiciones que recibían con júbilo.
Homosexuales adhiriéndose a causas como persiguiendo el motín del consentimiento de una mayoría adiestrada en sus convencionalismos.
El desconcierto frente a estos homosexuales también ha provocado que no pueda dejar en paz este disco. No es que los Idles tengan la solución a las injusticias de occidente, tan solo se plantean las mismas preguntas que los chillones indies convencidos que lloriquear a ritmo de folk tan artificioso como la aspiración clase media es buena ráfaga para mejorar las cosas; por medio de un post-punk primitivo, agresivo y desmadroso, ponen a prueba su masculina imperfección para luego cuestionar su lugar en la calle y llegar a un par de conclusiones: no somos misóginos y nos gusta ser hombres con una lata de cerveza en las manos y no nos vamos a sentirnos malhechores por ello, así que pueden irse a la chingada, déjenos beber en paz, que no le hacemos nada a nadie, parece leerse mientras gritan sobre soledad y mujeres y el placer como actor de resistencia.
Twitter: @distorsiongay
El placer como actor de resistencia
- El nuevo orden
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Wenceslao Bruciaga
Monterrey /