A propósito del Día Internacional de la Lucha contra la Homofobia me doy el lujo de blasfemar. No puedo entender a la institución católica como otra cosa que no sea el enemigo. El mío al menos.
Por mucho que intente modernizarse cubriendo con su manto a las disidencias sexuales que atentan contra la biología hetero. De nuevo y otra vez, los jotos como bisutería brillante para que los represores de siempre se cuelguen milagritos de refundación y vanguardia. Los homosexuales no tenemos por qué ser pinzas de ningún buga ni nadie para cortar grilletes de integridad culpígena. Que cada quien rompa sus prejuicios con sus propias nalgas si quiere.
“La religión es una frivolidad sintética”, grita rabiosamente Greg Graffin en el track “God’s Song” de Bad Religion. Luego Graffin estalla sobre las inmisericordes pentagramas del típico punk californiano: “Desde allá arriba bendicen tu alma mientras te dicen qué hacer y qué pensar. Y aun así no escapas de la depravación y el escrutinio”.
La sugerencia de que atrevimientos como el del grupo de sacerdotes alemanes pueda ser un aliciente que contribuya a la erradicación de la homofobia es un autoengaño funcional. Mientras las misas sigan instruyendo miedo al infierno habrá homofobia. Y que es una boda sino una misa costosa.
Se podrá argumentar que la intransigencia de los sacerdotes alemanes a favor de los matrimonios entre personas del mismo sexo pueda tener un antecedente en la sublevación luterana. Sin embargo, en su Diario, Soren Kierkegaard criticaría a Lutero por su incapacidad de abolir el poder de la Iglesia católica a tal grado que su ceguera contribuía a la formación de una Iglesia-Estado que aplastaba el poder del individuo. Y si algo ha hecho el catolicismo por siglos es aplastar la voluntad de aquellos individuos que desafiamos sus mandemientos, invocando la ira de los cielos al sentir placer por los conductos prohibidos. Como decían los Pet Shop Boys en uno de sus sencillos más exitosos, “It’s a sin”, cualquier cosa que haga es y será un pecado. Para qué seguir torturándonos:
“En la escuela me enseñaron a ser tan puro en pensamiento, palabra y obra, pero no tuvieron mucho éxito… Padre, perdóname. Traté de no hacerlo. Pasé una hoja nueva y luego la rompí. Lo que sea que me enseñaste yo no lo creí…”.
Como nos resistimos a confrontar el rechazo en lugar de comprar viniles de Bad Religion o Pet Shop Boys, seguimos viendo con ojos confiados las acciones de los sacerdotes católicos alemanes que de progresista tiene lo mismo que yo he deconstruido. Nada. Su mensaje es un callejón sin salida que nos negamos a ver. Tanto las bendiciones como las bodas religiosas son celestialmente conservadoras. El problema con la beata rebeldía de la Iglesia católica alemana es que no reivindica diversidad sexual alguna. Ni pretende desestabilizar la jerarquía del clero. Con su bendición, en realidad, nos destruyen como homosexuales al unificarnos con su rebaño de monogamia y culpa. Una de las formas más perspicaces de sometimiento. Acorralándonos a pactar con los mandamientos que atentan con nuestra voluntad de disidencia sexual.
Admito que la decisión unánime de los sacerdotes alemanes de bendecir a los matrimonios del mismo sexo contenga ostias de buenas intenciones. Pero el supuesto desafío al Vaticano no cambia en absoluto la hipócrita rigidez moral de la Iglesia católica. Dos hombres podrán vivir el final de una telenovela frente al altar. Usar smokings sobre zapatos brillantes. Colocarse anillos mientras recitan votos matrimoniales que solo tienen sentido en la lógica hetero. Pero las mujeres siguen sin poder oficiar misas y los escándalos de acoso y pederastia vinculados a la jerarquía clerical siguen brotando de las coladeras sin que haya claridad en la justicia civil. ¿Por qué los homosexuales querríamos ser parte de eso dejándonos bendecir?
Wenceslao Bruciaga