La verdad es que de seguir vivo, Curtis y el resto no habrían llegado muy lejos con Joy Division. En sus memorias “New Order, Joy Division y yo”, Bernard Sumner lo confirma al reflexionar que sin la tragedia, Ian hubiera dejado la banda para hacerse de una librería de viejo. Desde la egoísta ceguera del fanatismo, pienso que con todo lo desoladoramente innovador que fue Joy Division, su sonido está arrinconado en la llaneza de un adolescente romántico que a pesar de su devoción por J.G. Ballard seguía añorando un pasado en blanco y negro.
Indudable es que el punto de inflexión en la carrera de New Order sea “Blue monday”, aquella melodía de batería accidentada y artificial que sirve de introducción a una de las despedidas robotizadas más crueles de toda la historia del pop. La última melodía en la que el fantasma de Ian Curtis es invocado para echarle en cara su egoísmo suicida. No cualquiera tiene el resentimiento suficiente para escribir: “si no fuera por tu desgracia hoy sería una persona celestial…”, como último homenaje mientras los sintetizadores primitivos y extrañamente limpios van desencadenando una melodía de trampa neurológica de la que es difícil resistirse. 40 años después, cualquier encuentro social es reseteado cuando el pulso de “Blue monday” sorprende a los mortales con ese golpeteo oblicuo como un desfibrilador alimentado por descargas de cocaína y melancolía eléctrica y callejera que dura más de siete minutos en su versión original. Nada de chantajes emocionales que supuestamente humanizan a los cantantes como los versos chillones que predominan en la mayoría del pop que se produce en estos tiempos de deconstrucción forzada, pero que carecen de una emotividad auténtica.
Lanzado el 7 de marzo de 1983 y sin formar parte de la discografía oficial, “Blue monday” es de esos involuntarios acontecimientos culturales que perturban la línea oficial de la historia. Sus notas atravesaron para siempre el rumbo del Hi-energy y de la música dance en general; sacaron a los rockeros del clóset del puritanismo. Desde entonces aparearon guitarras y beats sin vergüenza. Pusieron el acetato de 12 pulgadas y el maxi single como objeto de culto indispensable para la religión del DJ y la cultura de discoteca. “Blue monday” hasta sirvió de inspiración para bautizar esa mamada del tercer lunes del año como el día más triste según las huecas teorías de una agencia de publicidad.
Las líneas de bajo de Peter Hook, la batería de Stepehen Morris a mitad de la programación y la ejecución orgánica y Gillian Gilbert aportando la melodía desde teclados Emulators y Moogs hacían de “Blue monday” una declaración de principios que vaticinaba la vulnerabilidad de los humanos frente al acecho de las máquinas, pero sin el relativismo que tanto maravilló a Kraftwerk hasta ponerse ellos mismos como cobayas robóticas. New Order es más bien la fatídica celebración del fin de los humanos con emociones autónomas. Como aquella fiesta capitalina que causó revuelo en Twitter por pretender generar conexiones humanas sin las prisas del capitalismo. Lo cual no sorprende en un tiempo histórico donde el cerebro se ha tenido que adaptar a la adrenalina adulterada de que provee la interacción en redes sociales haciendo de la realidad una dimensión estéril. De ahí que “Blue monday” también es un referente en el imaginario cyberpunk.
New Order es de las poquísimas bandas que han sabido renunciar a la adolescencia con inevitable y precoz madurez sin renunciar a la motivación punk –nunca han pedido disculpas frontales por sus ambiguas metidas de pata que coquetean con el fascismo– y esa es la sustancia activa de su permanencia al día de hoy. En un panorama donde la música pop insiste en mantenerse infantilizada e inofensiva con mensajes que son eslóganes bien intencionados, pero vacíos de conciencia. Sobre todo en la pista de baile. Sobre todo con “Blue monday”. Aunque sostengo que “Temptation” es su mejor creación hasta el día de hoy. New Order es la resignación machacona de la vida adulta sin punto de retorno. La pérdida de la inocencia a ritmo de semicorcheas sintéticas que se repiten con la maquinal existencia que las jornadas laborales, cuando se tiene un trabajo. Muchas de las letras de Bernard Sumner, el huidizo semilíder de la banda, suele abordar el desempleo como la suela de una bota que respira sobre el cuello de la clase trabajadora y media.
Y eso lo que mantiene mi obsesión intacta por su sonido y lo que da nombre a esta columna: El Nuevo Orden. La octava maravilla del mundo.