La naturaleza nos vuelve a tomar desprevenidos ante la fragilidad humana. La pandemia del coronavirus nos puso en un dilema: por un lado, continuar con las labores cotidianas, sostenerse y avanzar sin pérdidas económicas; o, de la otra parte, detenerse, reparar, recluirse para intentar salvaguardar la integridad. El dilema nos enseña que el desarrollo sustentable no debe juzgarse como un crecimiento económico sostenido a perpetuidad, autorregulado por la pretendida fórmula de una ganancia superior al monto de inversión en dinero, tiempo y esfuerzo. La sustentabilidad, más bien, está en el correcto valor que poseen las cosas para no dejar de ser persona, es decir, para no extinguirse física ni mentalmente.
En Occidente, entre los primeros impactos mediáticos del coronavirus, destacó la cancelación de entretenimientos. La suspensión o supresión de eventos generó la impresión de que la vida se perdía irremediablemente, una parte de la mente se extinguía. No podría sentirse de otra manera: la contemporánea civilización está montada sobre una sociedad del espectáculo (como lo advirtió Guy Debord, desde la rebelde década de los años sesenta del siglo pasado). Así fue como el coronavirus se convirtió en sí mismo en un espectáculo (primero supimos de la cumbia del coronavirus y después de sus datos técnicos). La vida, convertida en una representación saturada de espectacularidad, se mordía la propia cola. Por eso los psiquiatras aconsejaron informarse al respecto solo una vez al día y por medio de fuentes oficiales. Resultó necesaria esta reparación porque de tiempo atrás nuestro ser condescendió a convertirse en espectacularidad. Esto lo demuestra la reducción de la identidad personal a la construcción de los perfiles en las redes sociales.
La sujeción del coronavirus a quedarse en casa nos invitó a pasar de expositores-espectadores a re-paradores. Reparadores de una vida que puede detener el desarrollo económico sin atascar el desenvolvimiento personal. De una vida que ostenta menos y se solidariza abandonando los espectros.
JORGE FRANCISCO AGUIRRE SALA
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