Aún no ha sido posible lograr la definición perfecta de la palabra posverdad. Ya entró oficialmente a los diccionarios de las lenguas española e inglesa (post-truth) pero los textos que intentan descifrarla son abrumadores.
La única certeza que tenemos de la posverdad es el medio en el que se desenvuelve: la política. Y el estudio académico de sus implicaciones y consecuencia se ubican en la filosofía, antes que en la lingüística. Como el oxígeno que no se ve pero se siente, la posverdad en la política es pan de todos los días. Posverdad es palabra nueva propia de este siglo.
Quizá el sinónimo más silvestre de posverdad sea la propia palabra mentira. Los filósofos contemporáneos dicen que es más complejo que una simple falsedad; se trata de la concepción, la intensión, uso y consecuencia de una “deformación deliberada de una realidad para manipular creencia y sentimientos” como lo señala la RAE. Se trata pues de todo el proceso de aparentar.
La política es una lucha continua por convencer. Para lograrlo existen diversos caminos. Actualmente algunos políticos han optado por caminos cortos, rápidos y efectivos. Como estilo propio de estos tiempos veloces, atrás quedó el cansancio de la argumentación detallada. Para hacer contraste con el adversario es necesario simplificar los mensajes con frases de impacto. No importa el fondo sino la fuerza. Pero se han rebasado límites que eran respetados por las partes. Hoy se puede mentir, cambiar de opinión, evadirse y denostar hasta como programas de gobierno. En Argentina dicen que la posverdad es una franca mentira con buena prensa… con buen aparato de prensa. Trump es símbolo de la posverdad. Hoy es urgente acudir en defensa de la razón.