Que existan nuevos partidos políticos en México es un buen síntoma sobre la salud de la democracia. No sabemos aún si esos partidos serán buenos o malos pero emergieron en un ambiente de libertades, medio propicio para que los ciudadanos expresen sus ideas.
No siempre ha sido así. Hace medio siglo, por ejemplo, los partidos comunistas de todo el continente (excepto Cuba) estaban proscritos; los que existían eran clandestinos, perseguidos y aniquilados. Hoy, partidos de todas las ideologías brotan como hongos en el bosque.
Para que esto ocurriera hubo quienes propiciaron espacios de libertad. No un manojo de caudillos, sino una sociedad que cambió, generaciones que movieron la rueda de la evolución. Superada esta etapa vienen entonces nuevas exigencias. Esos nuevos partidos debieran ser la expresión de anhelos modernos pero con principios perenes y universales. De alguna forma también está superada la vieja disyuntiva entre la izquierda y la derecha: la historia no lo ha declarado aún pero, parece obvio el triunfo de la socialdemocracia, aquella corriente ideológica que suma lo mejor de ambos polos y el humanismo es su eje. Los nuevos partidos políticos llegan a un juego muy avanzado. No van a entusiasmar a nadie con colores refulgentes o membretes producidos por la mercadotecnia. Cruzarán un ancho desierto en donde quedará al desnudo el interés personal de su líder o atracarse en las arenas de la mediocridad y negociación política pegados a las arcas de las prerrogativas. Para que los partidos, nuevos y anteriores, atraigan a los votantes deberán representar soluciones. Muy pocos electores leerán sus estatutos pero sí sus propuestas y después evaluarán su desempeño. Ya no entregarán a perpetuidad su confianza. _
