En internet hay un territorio nuevo que no es nuevo, pero ahora tiene nombre. Le dicen manósfera, prefiero llamarlo machósfera. Es más preciso. No es una comunidad de hombres. Es una trinchera de machos heridos que se organizan. Un lugar donde no se piensa, se reacciona. Donde no se duda, se repite. Donde el odio hacia las mujeres no se grita, pero se escucha claro.
A ese espacio virtual se entra por curiosidad, por aburrimiento, por miedo. Pero sobre todo por soledad. Porque ahí hay eco. Otros que también se sienten desubicados, inseguros, invisibles. Otros que no encontraron afuera un abrazo que los contuviera. Así que se aferran a lo que hay: cinismo, resentimiento, una narrativa simple donde todo lo malo viene de ellas. Lo que empieza como desahogo termina como doctrina. Y se agradece. Porque por fin alguien les habla. Porque por fin no están solos.
Los rostros que lo predican sonríen. Barba recortada, micrófono de calidad, fondo neutro, cachucha. A veces se hacen llamar “couches”. A veces gurús. Nunca dicen que odian. Pero odian. Nunca dicen que temen. Pero temen. Lo que venden no es pensamiento. Es alivio para el rencor. Es excusa. Es una salida falsa. Y vende bien.
Yo los escucho con coraje. Pero también con miedo. Porque entre sus oyentes hay niños. Sobre todo adolescentes. Quinceañeros que no entienden bien qué escuchan, pero lo memorizan. Lo repiten. Lo llevan al recreo. Lo creen. Y cuando crecen, se les olvida que hubo un momento en que no odiaban.
Mientras tanto, los adultos, no solo los hombres, estamos demasiado ocupados para notar lo que pasa. Muchos están confundidos, otros callan. Otros simplemente no saben qué hacer con esto. Pero no es su culpa solamente. No es de ahora. Es de un sistema entero que lleva generaciones enseñando a los hombres que sentir es debilidad, que amar es entregarse, que pensar es perder autoridad.
Así que los chicos se quedan solos. Frente a la pantalla. Alguien les dice: ellas tienen la culpa. Y lo creen. Nosotras, claro, estamos en el centro del discurso. No como interlocutoras. Como blanco. Como amenaza. Como pretexto.
En esta ocasión, mi intención no es atacar a nadie. Me preocupa lo que está creciendo ahí, tan visible y tan silencioso. Porque si un niño aprende a odiar antes que a amar, antes que a pensar, antes que a sentir, todo está jodido. Porque el odio, como punto de partida, no construye comunidad. Construye trincheras. Alimenta asesinos. Produce feminicidas.
Y sí, me hierve el buche. Pero más me duele la omisión. La indiferencia. La falta de ternura masculina, sí, pero también la escasez de conciencia colectiva.
Si no les damos a los hombres jóvenes otra forma de ser, otra forma de estar, alguien más lo hará. Y ese alguien, ya lo estamos viendo, no viene precisamente a enseñarles a amar, ni a mostrarles lo gratificante que hay en una buena convivencia entre humanos.