Política

Las chicatanas

  • Me hierve el buche
  • Las chicatanas
  • Teresa Vilis

Las chicatanas me dan ternura, aunque todavía me cuesta acercarme. Hay algo en ellas —en su torpeza al volar, en su cuerpo oscuro y grande, en sus patas tiesas— que me sigue provocando una incomodidad infantil. Un eco de miedo antiguo que, a estas alturas, me conmueve más de lo que me asusta.

De niña, las chicatanas eran parte del paisaje de las primeras lluvias. Salían de la tierra húmeda como si el mundo les perteneciera por un momento. Mi madre las nombraba con naturalidad, con la voz de quien las ha visto muchas veces. Para ella no eran amenaza ni rareza, sino una señal de que el ciclo se cumplía, de que la temporada había comenzado. Yo no las entendía. Solo sabía que algo se movía por el suelo, algo que tenía alas y parecía querer levantar el vuelo sin saber cómo.

Ahora me llegan los recuerdos y me parece verla a ella, joven, cortando ramas secas en el jardín, diciendo ese nombre —chicatanas— con una sonrisa, sin darle importancia. Era junio, llovía, el patio olía a lodo limpio y a hojas aplastadas, y yo la observaba más a ella que a las hormigas. Es probable que la ternura que hoy me provocan no sea por ellas en sí, sino por esa escena repetida en mi memoria de un retrato familiar enmarcado en la casa de mi infancia.

Las chicatanas no son hermosas en un sentido tradicional. Su belleza es más bien la de lo extraño. Son feas, sí, pero de una fealdad noble. Como los ogros bondadosos de los cuentos que terminan salvando al héroe. Hay algo en su cuerpo imponente que me recuerda a esas figuras mal entendidas que, a pesar de su aspecto, tienen un corazón sereno. Pienso que si Kafka las hubiera conocido, seguro las habría hecho protagonistas de alguna historia oscura.

Las he visto pocas veces desde entonces, pero cuando aparecen siento que algo se alinea. Hay quienes las buscan, las esperan. Yo no. Me basta con saber que existen. Que están bajo tierra hasta que la lluvia las llama. Que su salida es puntual y breve. Que no vienen a hacer daño. Que son parte de un mundo que no gira por nosotros ni para nosotros.

Hoy sé que no hacen nada. Que no pican, no muerden, no invaden más allá de sus urgencias naturales. Aparecen, se dejan ver, y desaparecen. Aún así, hay quienes las matan. Por ignorancia, por costumbre, por no saber mirar. Esa parte me duele, me parece absurda y hace que me hierva el buche.

Me gusta que existan. Me gusta que cada junio, en algún lugar, alguien las vea salir del suelo y recuerde algo: una infancia, una voz, un olor, una escena pequeña pero imborrable. A mí me basta con eso. No necesito tocarlas ni entenderlas del todo. Solo saber que hay una criatura que emerge una vez al año y me devuelve una parte de lo que fui.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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