La película Emilia Pérez llegó como una bala perdida al corazón de las redes sociales. Un día cualquiera alguien la mencionó y, en menos de lo que tardas en subir una historia de Instagram, ya era un incendio. No un incendio épico, como los de un bosque que arde porque sí, sino uno de esos fuegos artificiales que duran cinco segundos y dejan a todos medio ciegos y medio sordos. Ahí estaban, los moralistas, los puristas, los ofendidos y los que siempre llegan tarde, lanzando sus opiniones como flechas mal apuntadas.
Guillermo del Toro, que tiene la osadía de ser un genio sin pedir disculpas, la elogió. “Cine en su máxima expresión”, dijo, y bastó esa frase para que se le fueran encima con argumentos que iban desde el resentimiento hasta la soberbia: “Está desconectado”, “es un vendido”, “no entiende el México real”. Como si el México real cupiera en un tuit o en el discurso de algún influencer que aprendió geografía viendo memes.
Luego apareció Eugenio Derbez, el gran cómico, convertido ahora en crítico cinematográfico. Dijo que la actuación de Selena Gomez era indefendible, y de pronto los mismos que lo despreciaban lo aplaudieron como si hubiera descubierto la teoría del todo. Lo absurdo en todo su esplendor.
El asunto no es Emilia Pérez. No es Del Toro ni Derbez, ni siquiera Selena Gomez. El asunto es este fetiche moderno por juzgar el arte con una regla moral que no mide, sino amputa. Como si el cine estuviera obligado a ser fiel, a ser respetuoso, a no incomodar. Olvidamos que el arte no está para darnos respuestas cómodas, sino para abrirnos preguntas incómodas.
Aquí es donde empieza a hervir el buche. Porque la discusión no es sobre cine, es sobre nosotros. Sobre esta necesidad de tener razón, de imponernos como dueños de una verdad que no existe. Sobre cómo hemos convertido al arte en un ring donde las peleas no son entre ideas, sino entre egos.
Emilia Pérez no es perfecta. Ninguna obra lo es. Pero eso no importa. Importa que alguien tenga la libertad de contar una historia, aunque no nos guste. Importa que podamos verla y decir “esto no es para mí”, sin necesidad de prenderle fuego. Importa recordar que el cine, como la literatura o la pintura, no tiene que ser un espejo. A veces es solo un caleidoscopio, y eso está bien.
Al final, el verdadero drama no está en la película ni en sus críticas. Está en cómo nos hemos convertido en jueces de todo y en expertos de nada. En cómo hemos perdido la capacidad de simplemente disfrutar o ignorar. Y mientras seguimos con nuestras hogueras digitales, el arte, como siempre, encuentra la manera de sobrevivir. Aunque sea para burlarse de nosotros.