Política

Domesticaditos

  • Me hierve el buche
  • Domesticaditos
  • Teresa Vilis

Hay algo seductor —y un poco triste— en observar cómo los seres humanos nos acomodamos. Cómo, sin que nadie nos obligue del todo, aprendemos a callar en los momentos justos, a cruzar las piernas como se espera, a mirar con atención sin decir lo que pensamos. Podría creerse que se trata de buena educación. Yo creo que es otra cosa. Algo más antiguo, más hondo. La obediencia como forma de supervivencia.

Desde muy temprano, uno aprende los gestos que tranquilizan a los otros. El niño que se queda quieto, la joven que no contradice, el hombre que no llora en público. Todos conocen su papel y lo interpretan con precisión. A esto se le llama civilización. También podría llamársele domesticación, si se hace una reflexión un poco más afinada.

A la mayoría le parece razonable. Después de todo, vivir en sociedad exige concesiones. Hay un punto, casi imperceptible, donde la cortesía se convierte en sometimiento. Donde el deseo de ser aceptado se transforma en miedo a ser uno mismo.

Hay mujeres que no salen a la calle sin maquillarse. Están los jóvenes brillantes que dicen que sí a todo, piensan que decir no es un lujo que no es para ellos. Cuántas veces he puesto sonrisas en mi rostro que, en realidad, no son otra cosa que pequeñas rendiciones.

La domesticación no llega con látigos ni gritos. Llega con palabras suaves. “Por tu bien”, dicen. “Así se hace”, dicen. Nosotros, que queremos pertenecer, empezamos a ceder. Poco a poco. Sin darnos cuenta. Hasta que un día nos descubrimos respondiendo “estoy bien”, cuando en realidad sentimos que estamos a punto de desaparecer.

Es curioso, pero parece que nadie nota la pérdida. Al contrario. Se premia al que se adapta. Al que no molesta. Al que cumple. Ser obediente es señal de madurez, de inteligencia emocional, de éxito incluso. Pero ¿qué queda de uno cuando se ha aprendido a obedecer sin pensar?

A veces me pregunto si no estaremos confundiendo el silencio con la paz. La mansedumbre con la virtud. Si no estaremos, todos, representando una obra que alguien escribió hace mucho tiempo y que nadie se atreve a interrumpir.

Me hierve el buche y me inquieta —lo confieso— la facilidad con la que aceptamos las reglas. Es como si la civilización fuera un salón de té donde nadie quiere ser el primero en romper la porcelana. Parece que la dignidad se mide con la capacidad de no alzar la voz.

Sin embargo, hay momentos, fugaces, hermosos, en los que algo se desordena. Una mirada que se sostiene demasiado, una risa que suena fuera de lugar, una frase dicha con honestidad. Esos momentos, tan breves, son los que me recuerdan que aún no estamos del todo perdidos. Que debajo de toda esa obediencia aún queda algo intacto. Algo que no ha sido amaestrado del todo.

Algo que, en silencio, todavía respira.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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