En Guadalajara hace calor. No un calor estacional, tropical, anecdótico. No uno que se apacigua con abanicos o con recuerdos de playa. Es un calor como castigo. Un calor viejo, viscoso, que cae con la misma lentitud con la que se pudre una ciudad desde adentro. A ratos parece que el sol no alumbra: vigila. Y lo que ve, lo enfurece.
Se camina por las calles como si uno atravesara un laboratorio mal ventilado. Hay árboles, sí, pero no bastan. Están ahí como un trámite, como quien deja encendida una vela en un altar donde ya nadie cree. Las ramas no dan sombra: exhiben. A esos jirones de penumbra se aferran los viejos, los perros, los pobres.
Este calor es astuto. No cae a plomo, se desliza. Se instala bajo la ropa, entre los dientes, detrás de los ojos. No se puede esquivar. Es una deidad menor y cruel que nos observa mientras transpiramos nuestras mentiras, nuestros fracasos y nuestras poses.
No puedo pensar otra cosa más: esto es un castigo. No por lo que somos, sino por todo lo que aparentamos. Decimos amar la ciudad y la dejamos morir bajo el smog. Hablamos de inclusión mientras nos burlamos del que habla distinto. Juramos estar “conscientes” pero tiramos la basura en la calle cuando nadie nos ve. Aplaudimos causas que no entendemos, marchas a las que no vamos, luchas que solo apoyamos desde el espejo. Y todavía nos damos palmaditas en la espalda.
Las campañas de salud recomiendan hidratarse, dando por hecho que el agua brota del suelo en cada barrio. Olvidan que hay familias enteras lavándose con garrafones, esperando la pipa como quien espera un milagro. No ven que este sudor también es un síntoma: del cinismo, la desigualdad, el “yo qué culpa tengo”.
Pero la culpa es nuestra. De quienes celebran cuando talan árboles porque “estorban” o porque “echan mucha basura”. De quienes preferimos el centro comercial al parque, el tinaco al aljibe, el aire acondicionado al viento. De quienes decimos “esto ya estaba así” para no mover un dedo. De quienes votan por quien prometa más cemento.
El calor no se apresura. No se impone. Se venga. No tiene poesía, ni mensaje oculto. No ofrece redención. Está ahí, todo el día, todos los días, señalando con su dedo ardiente nuestras decisiones. ¿Querían desarrollo?, parece murmurar. Ahí lo tienen: banquetas que queman, camiones que asfixian, techos que arden antes del desayuno.
La ciudad sigue fingiendo. Se toma fotos, organiza festivales, comparte frases verdes en redes sociales. Unos se encierran con aire acondicionado. Otros se abanican con lo que encuentran. Y muchos —los de siempre— se queman vendiendo, barriendo, sobreviviendo. El castigo no es parejo. Pero llega.
Guadalajara, mientras tanto, se derrite entre selfies y discursos. Culpable, sudada, maquillada. Repitiéndose que esto pasará. Que bastará con reciclar una botella y seguir adelante.
Pero el sol no olvida. El calor no perdona. Y el juicio sigue ardiendo. ¡Me hierve (ahora sí) el buche!