Cultura

Realismo

Es la quinta vez que contesto hoy el teléfono fijo. Siempre es una llamada del banco, pero nunca es la misma persona, lo cual me permite modificar mi comportamiento en cada ocasión. Descuelgo, oigo una especie de clic, un brevísimo silencio y después una voz femenina o masculina: “bueno, bueno, sí…buenos días, ¿se encuentra en casa…?” Y recitan tu nombre con dificultad, como si estuviera en otro idioma. Tu segundo apellido suele costarles más trabajo. La primera vez respondo seca, pero amablemente: “¿de parte de quién… qué se le ofrece?” Espero la explicación que ya conozco de sobra, y digo: “está de viaje: ¿quiere usted dejar algún recado?” Me aclaran que la valiosa información que desean transmitir es exclusivamente para ti y se despiden. Procedo de igual manera las siguientes dos veces, aunque mi amabilidad empieza a mostrar cierto nerviosismo y noto un ligero cambio en el tono de mi voz, cierta agudeza, algo de sudor en mi mejilla al despegarla del auricular. En la cuarta llamada le pido su nombre a la señorita y añado: “¿cómo puede usted demostrarme que habla de veras del banco? Con tanta extorsión…” La señorita se ofende y me cuelga. Una hora después suena de nuevo el teléfono y le espeto indignada al joven en turno: “vaya que son necios usted y sus colegas, ya les dije que no está. ¡No está! Salió del país. No sé cuándo regrese. ¡Déjenme en paz, por favor, se lo ruego!” Mis gritos parecen sollozos. Azoto el auricular y me desplomo dramáticamente en el sillón de la sala. Mi pelo está húmedo; sobre todo, mi fleco. Carraspeo y pienso en mis vecinos de abajo y de arriba. Sin duda habrán oído mis gritos, los estarán comentando. “Pobre… pobre señora.” Me paro del sillón y resuelvo actuar como si nada. Me meto al baño, me miro al espejo, me acomodo el fleco con tu cepillito de plástico y emerjo decidida a no contestar el teléfono sin que entre antes el mensaje en la máquina respondedora. Pongo un CD de Maroon 5 a buen volumen, pero opto por no bailar a fin de que no resuenen mis pasos veloces en el piso de madera. Voy a la cocina, mojo una toallita, limpio superficies y tallo los barrotes de metal en la ventana. “Nadie te advierte nunca cuán ocupada es la soledad,” escribe el joven poeta Max Ritvo en una carta póstuma. Recuerdo las palabras recientes de un amigo: “te toca aprender a vivir sola. Verás: es una delicia. Puedes hacer lo que quieras.” No sé en qué consista esa libertad. Imagino actividades muy básicas, relativas al pudor: no cerrar mientras uno mea, darle rienda suelta a todo tipo de flatulencias, hurgarse, rascarse: ¡hay mucho por descubrir! Prefiero no aclararle a mi amigo que yo ya estaba haciendo más o menos lo que quería, incluso en secreto. Ahora mido las distancias entre una semana y otra. En el Canto X de mi Comedia apócrifa es lunes. Tú y yo estamos colocando las naranjas en la canasta de fruta, de dos en dos: perfectamente. Luego tú sacudes la bolsa y te encaminas a tu estudio. Yo te sigo hasta el umbral.


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Tedi López Mills
  • Tedi López Mills
  • Ha publicado numerosos libros de poesía, además de cuatro volúmenes de prosa.
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