El amor puede morir en las grandes ciudades, agoniza por exceso de futuro, se ahorca en trabajo, sufre en distancias reales o imaginarias, vomita, tiembla, se convulsiona entre el lento tránsito de Ejército Nacional, Periférico, Congreso de la Unión, la México Tacuba. El amor puede ser un accesorio en el siglo XXI, una aplicación en tu celular, tus vacíos ligues catfish o la promesa de un domingo juntos que no llega porque no puedes, porque no te hace falta, porque no importa. Millones de seres alimentan y se alimentan con migajas, tal vez nunca se sentaron en mesas en las que se sirven bandejas rebosantes de amor, gran música, manjares de alegría, magia, palabras complejas, sexus. Es mejor levantarse cuando no se sirve nada más que silencio, mejor largarse antes de que te mientan o intenten romperte, eso me dijo alguien la otra noche, un viejo acodado en la barra improvisada de una sucia trastienda, llevaba la camisa rota, una boca sin dientes.
Camino por las calles que no reconozco, entro en un sótano al que siempre he ido sola a escuchar música: Zinco. No necesito a ningún normaloide para escuchar música o para rasguñar sin consideración un piano; en las últimas noches me molesta la idea de hablar de música con personas que afirman “amar la música”, su soberbia es tan asquerosa, no me interesa lo que tienen que decirme, deseo permanecer conversando contigo, con músicos y escritores muertos. El Zinco jazz club es húmedo, huele a melancolía, alcohol, sexo, a distorsión de la realidad, a una noche en un sucio tren rumbo a New Orleans, huele a todos mis desamores. Me gusta la vista desde la barra. No podría decir cuántas veces he estado en este lugar en el que he podido sentir en el corazón esa fuerza violenta de Helio Alvez en el piano, la sórdida furia de Alex Kautz en la batería, a Benjamín García con ese contra lleno de dolor. Si tuviera un amor que correspondiera a mis ficciones, le pediría que huyéramos a Siberia o a una casa cerca del bosque de Tlalpan. Conduciría tan lejos, hasta distanciarnos para siempre de nosotros mismos, de lo que fuimos antes de mirarnos y así transmutar en seres capaces de entregarse, sin dobleces ni juegos dolientes, comerse a besos a ritmo de foxtrot y esa eterna improvisación entre nocturnos de Chopin.
El jazz llegó a México en los 20, para 1928 encontramos el registro de una banda en la cárcel de Belem: Jazz Band Belem. Detesto la música “bonita”, no me dice nada, la desprecio tanto como los seres de carácter hegemónico. México tiene y tuvo grandes músicos como Mario Patrón Ibarra (1935-1981), tocó con Louis Armstrong. Su hijo Mario Patrón Jr, continuó su legado con la banda llamada: Mario Patrón Trío, Gio Figueroa se trepó al banco de una batería a los 8 años, autodidacta, feroz, oscuro, Vico Díaz en el contrabajo de esta banda es una bofetada en la cara de los “bonitos” del jazz mexicano. El amor, ese alacrán sin veneno en tu baño o mi terraza, ¿vendrás cantando ebrio de gin esta noche?
Susana Iglesias