España: no los perdiste, estás viva con la frente en alto en la esquina de Ayuntamiento y López. Vives en el fantasma de barcos que arribaron a Veracruz o Nueva York: sitio en el que miles no tuvieron la libertad de conservar su nombre y apellido. Los de migración escribían en las fichas de ingreso lo que entendían: nada.
Qué peligrosos los nacionalismos, asesinaron a cientos de personas tan sólo en Guernica. Cayeron las bombas con un falso objetivo: destruir un puente y frenar el avance del ejército republicano. Cada vez que pienso en ese atroz suceso recuerdo a Leonor Sarmiento y Belén Santos, cruciales en la historia del Ateneo Español de México. La primera, pese a su muerte física, presidenta emérita para siempre del Ateneo, logró convertirlo en un centro especializado de estudios sobre el exilio español. La segunda, más allá del título de Bibliotecaria que le colgaron en el directorio, es una gran rebelde, los años jamás la domaron, la recuerdo en el patio de la segunda sede del Ateneo en Isabel la Católica, pintando una réplica del Guernica cantando mientras una señora del patronato a la que apodamos “La Influencia”, fruncía la nariz quejándose del “ruido”. Santos no sólo custodiaba la artillería pesada y pólvora del Ateneo: su impresionante biblioteca, ella fortaleció durante años el espíritu de un mágico lugar que gracias a seres esenciales continuará vivo.
En una vieja cinta guardo una entrevista con Leonor. Camino por la calle de Morelos, los colegas fuman o beben café en las aceras, por aquí estaba la primera sede del Ateneo, en el número 26. Es sábado, decido caminar hasta Balderas y Ayuntamiento, llego al cruce con López, la fila es larga. La señora Gloria observa el movimiento del local, su aspecto duro se derrumba cuando te atraviesan esos ojos tiernos que conservan a esa niña que dejó España por amor, se casó con Leoncio. En la esquina del café que fundó su padre en 1942 —que llevaba el mismo nombre que él—, Leoncio hijo, en 1967, creó un espacio mítico: el Consulado de la República Española. Acompañé a mi padre innumerables ocasiones aquí por café cuando era niña, mi abuelo solía traerlo a él.
Papá me dijo que la familia de Leoncio llegó en tren a México. Bolsas blancas de papel con letras demasiado rojas envuelven amorosamente el café. Los dependientes explican con vivacidad y fuerza las mezclas, no dudan, esa seguridad nos contagia a los que esperamos en la fila. Existen lugares que son para siempre, Café Villarías es uno. La máquina en la que cosían costales para enviar víveres a Europa en época de la Segunda Guerra Mundial aún habita aquí. Un querido amigo dijo: “el café sólo crece en países hospitalarios y hermosos de clima cálido…no crece en países de clima tan feo como sus gobernantes”…pienso en ello…camino hacia República del Salvador para ver otro lugar de esos para siempre, les contaré pronto. “Un día volveremos”…sueña el exiliado mostrando un pasaporte mexicano que le permitió sobrevivir.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)