Política

Iván: las heridas que no se ven

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  • Sophia Huett

Todos y todas tenemos una fecha que marca un antes y un después. Para mí, una de ellas fue el 1 de mayo de 2015. Era día inhábil. Estaba sola en casa. Al conocer la información institucional, encendí la televisión y vi algo que parecía irreal: el crimen había derribado un helicóptero del Ejército mexicano. Uno de esos helicópteros que creíamos invencibles, que en el imaginario nacional representaban fuerza, superioridad táctica, dominio del aire. Pero ese día cayeron. Y con ellos, también cayeron certezas, compañeros, estructuras y silencios.

La operación no era de las áreas con las que yo solía interactuar. Era “otra área”, como a veces nos acostumbramos a decir en las divisiones administrativas del gobierno. Pero la conmoción no distingue jerarquías ni divisiones internas. Hubo molestia institucional, incomprensión, dolor. Y una pregunta que muchos nos hicimos: ¿cómo fue posible?

De ese helicóptero, uno de nuestros compañeros policías salió con vida. Su nombre era Iván. Sus heridas físicas fueron tan visibles como profundas. Las otras, las emocionales, probablemente aún más. Un antiguo jefe —a quien aprecio y respeto— me recordó hace poco que yo había conocido a Iván antes de aquel día fatídico. Confieso que no lo recordaba. Pero sí recuerdo perfectamente el momento en que su nombre resonó con fuerza: diciembre de 2015, cuando fue condecorado por el propio Presidente.

Ese día fue especial por muchas razones. Mi entonces compañero de vida —mi hoy esposo— también fue condecorado. Lo acompañaron mis sobrinos, porque yo quería que vieran un México distinto. Uno donde hay personas que, con todo en contra, siguen eligiendo servir. Yo tuve la fortuna de ver al hombre que amo recoger su medalla de pie, íntegro. Pero también vi, de cerca, lo que significan las secuelas del deber. Porque Iván, aunque vivo, ya no era el mismo, al grado que no lo identifiqué como aquel compañero con el que ya había coincidido antes.

Los años pasaron. Cambiaron los gobiernos, cambiaron las prioridades, y en el camino también cambiaron —para mal— las condiciones de seguridad de muchas y muchos que, como Iván, lo habían dado todo. Literalmente todo.

¿Tuvo Iván las condiciones de seguridad necesarias para continuar su vida tras sobrevivir a la caída de un helicóptero? ¿Tuvo acceso a una pensión justa? ¿A atención médica adecuada? ¿A reconocimiento más allá de una condecoración simbólica? No lo sé con certeza, aunque la evidencia podría sugerir que no. Lo que sí sé es que muchos otros agentes que enfrentaron al crimen organizado en los años más duros de esta guerra no tuvieron esa protección. Al contrario, fueron abandonados por la misma estructura que una vez les confió la vida de todos.

Con el cambio de gobierno en 2018, llegaron vendettas disfrazadas de austeridad. Se quitaron escoltas, vehículos blindados (algunos donados por la Embajada norteamericana como reconocimiento a quien vivió operaciones de riesgo) y funciones injustificadamente, como si se pudiera recortar también la historia. Muchos de esos recortes afectaron directamente a quienes enfrentaron al grupo criminal de Sinaloa. Irónicamente, justo a quienes más se les exigió fueron también quienes más quedaron expuestos. Todo esto en el mismo país donde, del otro lado de la frontera, se señala que hubo colusión con ese grupo criminal.

Y entonces vino la Guardia Nacional. Y con ella, más incertidumbre: oficios de despido para personal de inteligencia, investigación, combate al narcotráfico. Sin justificación, sin respeto al debido proceso, sin humanidad. Muchos de ellos participaron en operaciones sensibles.

¿Es eso lo que merecen quienes han dado su vida —con vida— para proteger la de otros? ¿Quién protege a los que protegieron?

México necesita una política pública clara para proteger a sus héroes, como sí la tienen otros países. Estados Unidos, por ejemplo, ofrece atención médica de por vida y garantías legales a sus agentes heridos en actos de servicio. Colombia tiene esquemas de reintegración y reconocimiento permanente para sus oficiales heridos o en riesgo. México, en cambio, suele dar la espalda. A veces por revanchismo. A veces por ignorancia. A veces, simplemente por omisión.

Yo misma lo viví. Durante más de cinco años de que se me otorgara una licencia para laborar en mi estado, seguí al pie de la letra los procesos administrativos. Pedí licencia, informé cada mes como era debido. Y al presentar mi renuncia formal, me enteré que habían dado de baja mi plaza justo al día siguiente de que terminó mi licencia de maternidad. Sin aviso. Sin explicaciones. Sin oportunidad.

Lo más absurdo es que ni siquiera era necesario hacerlo así. Bastaba con pedirme la renuncia. Nada más. Ni siquiera era un asunto de liquidación, que nunca solicité cuando la oferta económica nos puso precio a los civiles. Pero el trato fue, como en muchos otros casos, frío e institucionalmente desleal.

Tengo el privilegio de decir que trabajé con jefes militares extraordinarios, hombres brillantes y humanos, a quienes siempre estaré agradecida. Pero también sé que, como mujer, las puertas a posiciones acordes con mi experiencia y responsabilidades siempre fueron más estrechas. Más difíciles. Más vigiladas.

Hoy escribo esto por Iván. Por su historia. Por las cicatrices que dejó en todos. Por los que siguen sirviendo y por los que ya no están. Porque en este país, hablar de memoria no es solo recordar. Es exigir que las heridas no se repitan. Y que el Estado mexicano, alguna vez, se atreva a cuidar a quienes se atrevieron a cuidarnos.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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