Un médico puede fracturar un hueso para salvar una vida. Puede cortar piel, separar músculos, perforar tejidos. Y nadie lo acusa de crueldad. Nadie levanta la voz para decir que “le dolió al paciente”, porque todos entendemos que en ciertos casos el daño es parte del remedio. Si hay hemorragia interna, el cirujano debe abrir. Si hay infección grave, debe retirar tejido. Si el hueso no ha soldado bien, hay que romperlo de nuevo para que vuelva a unir. Y mientras más urgente la situación, más decidida debe ser la intervención.
Ese principio rige en muchas áreas. Un bombero puede romper ventanas, forzar cerraduras, arrancar rejas si con eso salva a una persona atrapada. Un rescatista puede arrastrar con fuerza a alguien inconsciente para sacarlo de una zona de riesgo, aunque al hacerlo le provoque una dislocación o una fractura menor. Un veterinario puede inmovilizar a un animal alterado para evitar que se lesione o ataque. Y un maestro puede alzar la voz, aplicar una corrección o separar a dos alumnos que pelean, sin que se le tache de violento.
Todos esos actos son comprendidos, incluso celebrados, porque el contexto los justifica. Porque el objetivo es mayor que el daño momentáneo. Porque el beneficio final es salvar una vida, evitar una tragedia, proteger a alguien.
Pero cuando se trata de un policía, las cosas cambian.
Si un agente de seguridad rompe una puerta para irrumpir en una casa de seguridad y liberar a una persona secuestrada, se le exige que haya tenido una orden perfectamente redactada. Si en medio de la operación empuja, sujeta o somete a quien tenía en su poder a las víctimas, puede ser acusado por uso excesivo de la fuerza. Y si en el forcejeo esa persona resulta herida o declara haber sido “presionada” para confesar o revelar datos, el policía podría enfrentar una acusación de tortura.
Y no es una exageración. Ocurre más veces de las que se cree.
He conocido policías que han salvado vidas. Que han llegado a tiempo para impedir una ejecución. Que han encontrado casas con personas encadenadas, sometidas, marcadas con signos de violencia. Y que aun así, en el juicio, el procesado termina con beneficios y el agente bajo investigación. Porque la víctima agradece en silencio, pero el victimario sabe cómo usar el sistema a su favor.
En México, la legislación para prevenir y sancionar la tortura se endureció —con razón— tras décadas de abusos cometidos por instituciones del Estado. La Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura establece que este delito se castiga con penas que van de 10 a 20 años de prisión, y puede llegar hasta 30 si hay agravantes. Pero además, se trata de un delito con prisión preventiva oficiosa, lo que significa que, tan pronto como se judicializa la acusación, el policía debe ser ingresado a prisión aunque no haya sido condenado aún.
Y lo peor es que la mayoría de las veces, ese proceso lo enfrenta solo.
Sin defensa institucional, sin respaldo legal, sin asesoría o protección. Tiene que pagar abogado, peritos, traslados, copias, gastos procesales… todo de su bolsillo. Mientras tanto, el secuestrador o agresor al que detuvo puede acceder a defensa pública gratuita y presentar quejas ante comisiones que no siempre investigan a fondo el contexto ni los antecedentes.
Porque no se trata de justificar la violencia. Se trata de distinguir entre el abuso y la urgencia. Entre la crueldad y la acción necesaria. Entre la tortura como práctica sistemática y el uso legítimo de la fuerza en un contexto límite.
Un cirujano puede dañar tejido sano para acceder al que está infectado. Un abogado puede hacer llorar a un testigo en un contrainterrogatorio si está buscando la verdad. Un piloto puede realizar un aterrizaje forzoso, poniendo en riesgo la nave, si eso salva a todos los pasajeros. ¿Y el policía? El policía tiene que actuar en segundos, con vidas en juego, pero con la amenaza constante de ser él quien termine esposado.
¿Qué mensaje enviamos entonces? ¿Quién va a querer intervenir, rescatar, actuar, si sabe que puede terminar tras las rejas mientras el secuestrador demanda atención médica y acusa tortura?
Hoy, en México, hay buenos hombres enfrentando procesos. Policías con expedientes abiertos. Agentes señalados por haber hecho lo que se les pidió: intervenir. Y familias que, aunque agradecidas por la liberación de sus seres queridos, ven cómo quienes los salvaron ahora enfrentan una batalla solos.
No se trata de romper la ley. Se trata de no romper lo más valioso que nos queda: la vocación de quienes, aún con miedo, aún sin garantías, siguen saliendo cada día a proteger a otros.