Lo interesante del cierre definitivo del Topo Chico es el debate de fondo relacionado al crimen organizado. Primero, porque es el motivo real del problema que ha gangrenado el sistema penitenciario de Nuevo León. Y, segundo, porque el conflicto seguirá igual, pero fuera del ojo ciudadano normal.
Ubicados en las periferias de los municipios (Cadereyta y Apodaca), las dos cárceles que recibirán a la mayoría de la población del Topo son una parte más del esquema delincuencial, que tras las rejas divide a los cárteles que operan en la ciudad. Y como el sistema penal acusatorio colapsó las instalaciones con prontuarios muy variados; la combinación de penas federales con las del fuero común exponenciaron un caos interno que finalizó en algunos de los motines más sangrientos en la historia de México.
Durante los últimos 10 años tuve la oportunidad de ingresar más de una treinta de veces a los reclusorios, y lo que vi en el Topo nunca fue diferente de las otras dos. Por eso soy bastante escéptico ante los elogios que orientan el cierre de esta cárcel octogenaria a la mejora de la realidad del recluso. Quizá sí, en lo referente a un entorno más agradable a la vista; pero los estándares de calidad relacionados a la violación de los derechos humanos son igual de deficientes en los otros dos reclusorios.
Y si no, busquen los últimos informes nacionales y encontrarán que en cuestiones de confianza, amenazas, cohesión, cobros de piso y corrupción, tanto Apodaca como Cadereyta también están por debajo de los demás penales del país.
Por eso insisto, el problema de fondo es mucho más grave que las paredes despintadas o los presos durmiendo en el piso. Ojalá que se mejoren los protocolos de vigilancia y supervisión de organizaciones civiles en las dos cárceles regiomontanas y logren establecer (muy en serio) un esquema que pacifique los conflictos internos entre los grupos criminales que dominan puertas hacia dentro cada cárcel.
Twitter: @santiago4kd