Hace unos días sentí una de las felicidades más incómodas de mi vida. “Eres positivo de anticuerpos de covid”, me dijo el médico luego de 15 minutos de vernos el rostro mientras esperaba sentado en su consultorio de la Benavides. “¿Seguro, doc? ¿No veo bien la marca?”, creo haberle repetido nervioso como cinco veces mientras su tranquilidad dominaba el lugar. “Sí, confirmado. El análisis muestra que ya tuviste el virus, pero fuiste asintomático y ya se fue. No puedes contagiar a nadie”.
“Ya lo tuve y se fue”, mastiqué en silencio sus palabras y segundos después no pude ocultar mi sonrisa. Media hora más tarde caminaba por la calle con los hombros erguidos y rato después llegué a la oficina con la actitud de quien acaba de ganar una batalla.
Pero luego, ya en el estudio de radio, quise frenar mis impulsos de expresar tanto positivismo en el micrófono porque algo no estaba bien. ¿Cómo alegrarme por una situación que ha tenido un desenlace fatal para tantas familias? ¿Qué derecho tengo para demostrar felicidad en un momento así?
Y por eso es que hasta hoy y escribiendo estas líneas es que intento descifrar el laberinto mental hacia el que nos ha empujado el covid. Un virus que lo tenemos tan presente en nuestra vida que querríamos que pase de una vez y desaparezca. Estamos hartos y desesperados porque la incertidumbre es tan cabrona que dispara nuestra ansiedad. ¿Incertidumbre? Uf, creo que es lo peor y seguro tú también te has hecho preguntas como: ¿Me dará muy fuerte? ¿Y si no puedo respirar? ¿El seguro me cubre? ¿Debo irme de mi casa para no contagiar a mis hijos? ¿Y si mis padres no aguantan? ¿Sirve realmente todo lo que hacemos? Y cien dudas más que silenciosamente vamos acumulando en nuestra cabeza hasta que la realidad se vuelve tan insoportable que vivimos resignados.
Paradigma que, a su vez, nos tiene atrapados entre quienes consideran que el covid es imparable y aquellos que abrazan una moral mesiánica donde el otro siempre es culpable de la pandemia. “Yo hago todo bien, me cuido y tú eres el irresponsable”, afirman quienes se oponen al efecto rebaño y abrazan una curva que (solo) puede aplanarse con medidas socioeconómicas que asfixian nuestro futuro.
¿Cuál es nuestro límite? No lo sé, pero sí puedo hoy admitirte que la sensación de quitarte (aunque sea unos meses) el virus de encima es algo tan gratificante como incómodo y bizarro. Creo que sentirnos culpables es inútil y más ante un contexto covid donde todo es nuevo, incluida nuestra capacidad para dominar las emociones.