Éramos ricos, oigan. Teníamos tanto petróleo que el señor presidente de turno de la República avisó que debíamos aprender a “administrar la riqueza”. Bueno, pues no sólo no nos pusimos las pilas sino que fuimos unos pésimos gestores del maná divino. El sexenio de la abundancia terminó catastróficamente: el peso mexicano se desmoronó, la inflación se disparó, le economía se derrumbó y, para coronar la gesta, ese mismo gran timonel que nos había prometido las mieles de
la opulencia terrenal despojó de sus bienes a los banqueros nacionales —gente profesional y comprometida— con la muy insólita y sorprendente consecuencia de que, hoy día, el sector financiero está mayormente en manos de extranjeros. Para muestra, un botón: el Bancomer de don Manuel Espinosa Yglesias es ahora ese Banco Bilbao Vizcaya Argentaria de Francisco González Rodríguez que, de paso, llena alegremente sus arcas gracias a los fabulosos desempeños de su filial mexicana (y, bueno, la receta es tan simple que uno se pregunta por qué no la aplican, ya no en Bilbao, sino en Madrid, en Cáceres y en Badajoz: al inversor le pagas, digamos, un 3 por cien de interés anual y al que compra con la tarjeta de crédito le cobras una tasa de… ¡30, 40 o hasta 50 puntos porcentuales!).
Ah, pero, mientras tanto, el capitalismo de Estado —o, ¿deberíamos decir, tal vez, estatismo?— sigue sin funcionar en estos pagos: Pemex, la empresa de “todos los mexicanos”, ha acumulado, en un semestre, pérdidas de 185 mil millones de pesos, el peor resultado de su historia. La primera pregunta que te viene a tu cabecita es: ¿Alguien podría querer comprar una empresa así? Y, aunque la respuesta parece evidente, resulta que, durante años enteros, la mera idea de abrir el sector petrolero a los inversores privados, de casa y de fuera, nos resultaba tan lesiva para los intereses nacionales que nos emperramos, una y otra vez, en preservar la mentada “soberanía energética” y en rechazar, de tajo, cualquier reforma modernizadora.
En 2015, ya abrimos por fin las puertas. Demasiado tarde, sin embargo: con los actuales precios del barril, nuestros tesoros no le interesan prácticamente a nadie. Y, lo peor: nunca nos volvimos ricos.