La postura de no participar en la pasada consulta de revocación fue cuestionada no sólo por los correligionarios de la 4T sino por algunos opositores también. El argumento era el siguiente: si su rechazo al Presidente era tan virulento pues entonces debían de expresarlo en las urnas. Es más, era una oportunidad que tenían y, en los hechos, un ejercicio democrático que el actual régimen ponía a su disposición. De tal manera, el no acudir a votar terminaba por ser una muestra de dejadez ciudadana y una suerte de irresponsabilidad cívica. Las admoniciones se coronaban con la sentencia a no quejarse ya del estado de cosas: el derecho al descontento vociferante se había perdido en el momento mismo de renunciar a la facultad de revocar el mandato del gobernante.
El tema, sin embargo, no es la negativa de todo un sector social a ejercer una potestad que no sólo no solicitó en momento alguno sino que no figuraba tampoco en el contrato original convenido entre las partes, por más que una de las promesas de campaña del actual primer mandatario fuera precisamente la de celebrar un plebiscito para terminar anticipadamente su gestión.
En el momento de las elecciones, la revocación no era ley todavía, no estaba inscrita en las normas constitucionales y el plazo acordado era de seis años. Pero, ahora mismo, lo que exigen los ciudadanos es que el Presidente de México gobierne bien, no que deje el puesto. Ésa es la gran demanda de los mexicanos y ahí, en la tarea misma de llevar las riendas de la nación, es donde el primer mandatario debe cumplir con la encomienda que le delegaron los votantes.
Lo que le importa realmente a la gente no es el asunto de invalidar el mandato del jefe del Estado mexicano y por ello mismo es que una gran mayoría del electorado se desentendió de las urnas el pasado domingo: de los ciudadanos que figuran en el padrón de electores, a ocho de cada diez no les interesó la cuestión. Nuestros compatriotas están muchísimo más preocupados por la escalofriante inseguridad, los asesinatos de mujeres, la realidad cotidiana de la pobreza, el nulo crecimiento económico, la falta de medicamentos, la inoperancia del aparato público de salud…
Problemas que, en el mejor de los casos, se arreglan en seis años, no en tres.
Román Revueltas Retes