La Casa Blanca —en tiempos de Ronald Reagan o de George H. W. Bush, la referencia no la tiene clara este escribidor porque sólo recuerda haber sabido de la anécdota, hace ya varios años, leyendo un semanario estadunidense— contactó al gerente de un hotel en San Francisco para reservar la suite presidencial antes de un viaje del primer mandatario. Pues no, en las fechas solicitadas por los funcionarios ese mentado aposento no estaba libre: tendría lugar una convención de hombres de negocios y los altos directivos habían ya contratado el disfrute de tan magno espacio. Imaginen ustedes parecida circunstancia en los tiempos de nuestra antigua presidencia imperial —Enrique Krauze dixit— y pronostiquen, así sea a toro pasado, su desenlace: de entrada, ningún hotelero operando en el territorio de Estados Unidos Mexicanos hubiera siquiera intentado oponerse a lo que, por su parte, no era tampoco una simple solicitud sino una orden perentoria; y, en lo que toca a los peticionarios del servicio —los empleados del Estado Mayor Presidencial— jamás les pasaría ni remotamente por la mente que pudiere ser rechazada su demanda a sabiendas de que se formulaba en nombre del Señor Presidente. Y sí, el jefe de Estado de nuestra vecina nación es muy seguramente el hombre más poderoso del planeta pero sus potestades no son infinitas, a diferencia de las atribuciones que ejercen los caudillos que mandan en otros territorios del continente americano.
Siguiendo con este ejercicio de tejer quimeras y habiendo constatado que don Fidel Castro era un personaje que se solazaba en asestarle al sufrido pueblo cubano discursos de cinco o seis horas (unos dos mil quinientos, según calculan sus biógrafos), vuelvan ustedes a fantasear, amables lectores, que el hombre se hubiera quedado callado durante toda una celebración y que la palabra la hubiera tomado su Secretario de Cultura. Pues justamente eso fue lo que ocurrió con el general Charles de Gaulle, una de las grandes figuras de la historia: no sintió el irrefrenable impulso de ser el protagonista de la solemne ceremonia, el 19 de diciembre de 1964, en la que fueron trasladadas las cenizas de Jean Moulin al Panteón de Francia. André Malraux fue quien pronunció otra más de sus excelsas alocuciones.
En las naciones verdaderamente democráticas no se idolatra el poder ni hay sometimiento al supremo mandamás. Se vive tan solo una muy saludable normalidad.