El pueblo de El Salvador ya no vive el infierno de los asesinatos, los secuestros y las extorsiones. Decenas de miles de pandilleros han sido detenidos y se encuentran ahora encarcelados en prisiones construidas específicamente para que purguen ahí las implacables penas dictadas por los jueces. Algunos no volverán a salir, se quedarán encerrados de por vida.
Un país en el que no podías ir ni a la esquina porque te atracaban a las primeras de cambio, donde cualquier pequeño comerciante debía pagarles cuotas a las organizaciones criminales y en cuyo territorio se perpetraba el más alto número de homicidios del planeta se ha vuelto, de pronto, una comarca apacible y pacífica.
Al primer responsable de haber transformado tan radicalmente las cosas, el presidente Nayib Bukele, se le acusa de violar derechos humanos y de pisotear las leyes. Ha logrado también, con el apoyo de las fuerzas políticas afines, cambiar las ordenanzas constitucionales para ser elegido de nuevo y seguir en el poder. No es, digamos, un personaje demasiado apreciado fuera de las fronteras de la nación centroamericana o, en todo caso, en los círculos de personas que preconizan los valores democráticos es visto como un dictador en potencia y, desde ya, un autócrata.
Los salvadoreños tienen otra opinión: sus índices de popularidad son absolutamente avasalladores —sobrepasan, al parecer, los 95 puntos porcentuales— y la gente no se inquieta demasiado de que vuelva a participar en las elecciones presidenciales. Es cierto que los líderes populistas suelen cultivar afanosamente la aprobación del “pueblo” pero en este caso estamos hablando, más allá de las cautelas que pueda despertar Bukele, de alguien que está dando resultados y eso, por ahora, es lo que les importa a los votantes.
Para un observador externo como el que escribe estas líneas, el dilema que se dibuja en el horizonte es el de reconocer un logro nada menor —restaurar la seguridad en un país— atendiendo, a la vez, los llamados de la consciencia porque los métodos para llegar a ese resultado no se ajustan a los cánones de un verdadero Estado de derecho.
Estaríamos hablando, paradójicamente, de abrirle la puerta a otra forma de barbarie, la de un sistema que pisotea las garantías ciudadanas. ¿No había otro camino para acabar con
las maras?