Las manifestaciones del horror están muy exactamente predeterminadas en este planeta. Hay territorios devastados por guerras absurdas, naciones que se caen a pedazos, comunidades desmembradas donde los individuos apenas logran sobrevivir y, al mismo tiempo, los habitantes de las naciones civilizadas disfrutan alegremente de todos los beneficios que ofrece la modernidad. Las hambrunas de África son impensables en Norteamérica y las violencias del Medio Oriente no tocan verdaderamente el corazón de la vieja Europa aunque la incontenible oleada de refugiados sirios y afganos —por no hablar de los emigrantes que intentan meramente escapar de la desesperanzadora miseria que padecen en sus desoladas comarcas— haya alcanzado ya a tantos países del continente.
¿Atentados terroristas? Pues, cosa de casi todos los días en Irak, en Siria y en tantos otros escenarios donde tiene lugar la batalla entre suníes y chiíes, esos dos bandos de confesionalidad islámica que, por lo visto, no pueden ya conciliar pacíficamente las diferenciaciones que en su momento tuvo a bien establecer Alá a través de su portavoz inapelable, el profeta Mahoma. Pero, miren ustedes, no nos espantamos demasiado, aquí en Occidente. Finalmente, es cosa de ellos; es decir, se están matando entre ellos y sanseacabó. Por si fuera poco, habitan países bárbaros, teocracias que no han vislumbrado siquiera la más mínima deriva liberal y cuyas nuevas generaciones exhiben, al contrario de sus antecesores, un torvo conservadurismo: las jóvenes musulmanas llevan buenamente el velo ahí donde, hace 20 años, las mujeres rondaban las calles de El Cairo, Trípoli, Casablanca o Bagdad despreocupadamente ataviadas a la occidental. Para algunos de los espíritus más contaminados de corrección política esto no sería más que la muestra de que esas poblaciones se reafirman en su muy particular identidad cultural pero resulta, de paso, que los islamistas no ocupan ya sus tierras de origen —en las que pudieran instaurar sin mayores problemas sus regímenes medievales y proscribir cualquier manifestación de alegría pagana, como ya lo hacen en esas comarcas donde prohíben escuchar música, celebrar partidos de futbol o mirar televisión— sino que se han establecido aquí, entre nosotros, en el centro mismo de los países que han trabajado durante siglos enteros para consagrar universalmente los principios de la democracia liberal. Y como su negocio es el odio, como tan brillantemente lo ha consignado Xavier Velasco en el extraordinario artículo que escribió ayer en estas páginas, y como no puede haber otra salida que la violencia a la estrecha imbecilidad de la que se alimenta a su resentimiento, entonces los cadáveres han comenzado a aparecer también en las calles de París, en las estaciones de trenes de Madrid y en los rascacielos de Nueva York.
Los bombardeos en las mezquitas de Kerbala, Tikrit o Janqin, la masacre de vacacionistas en Túnez o el atentado que mató a decenas de niños en un santuario chií de Bagdad no son ya noticias lejanas geográficamente: se han vuelto una amenazadora realidad para esos ciudadanos que se sentían a salvo por vivir su pacífica cotidianidad en las sociedades civilizadas. Y, miren ustedes, los cadáveres ya no son siquiera los de caricaturistas provocadores que hubieran ofendido a los muy susceptibles y combativos practicantes de una religión —gente nada dialogante a la que no puedes apenas irritar porque se pone muy brava y te mata— sino los de simples ciudadanos, vecinos de un barrio cualquiera, personas que, al terminar su semana de labores, departen en la terraza de un bar sin hacerle daño a nadie. O sea, seres humanos totalmente inocentes y ajenos por completo al tema de tener que acatar los preceptos del islam. Personas que no tendrían por qué parecerle ofensivas a ningún tercero pero que terminan siendo las víctimas en una muy siniestra lotería.
No hay nada de encomiable en el estúpido fanatismo de los islamistas, por más que algunos occidentales tiernamente sensibilizados pretendan avalar su oscura religiosidad. Tampoco se puede justificar, a estas alturas, la trasnochada lectura de los textos religiosos: de tomar también nosotros al pie de la letra el Antiguo Testamento, estaríamos lapidando a las mujeres adúlteras, cortando las manos a los ladrones y administrando la justicia con una crueldad absolutamente inaceptable en cualquier sociedad civilizada. Millones de musulmanes se han afincado en un país ejemplarmente laico y republicano como Francia precisamente por eso, porque se propugnan ahí los valores de la sociedad abierta y los ciudadanos disfrutan de derechos y libertades que a esos inmigrados no se les garantizaban en sus países de origen. Pero, por favor, en ningún momento se ha planteado que un país tan absolutamente admirable en su tolerancia y modernidad deba adoptar los tenebrosos usos y costumbres de los integristas islámicos. Hay una salida, sin embargo: que vuelvan al terruño, si tanto les preocupa la cuestión. Y ahí, tan tranquilos, podrán seguir mutilando, cortando cabezas, camuflando a sus mujeres, rezando el día entero y prohibiendo a Beethoven. En Francia, nada de eso. Nunca. Jamás.