Hay tipos correctos y sensatos, desde luego, pero una parte sustancial de los machos certificados llevamos la bestia dentro, apenas aprisionada en una jaula hecha de principios, normas y reglamentos tan poco disuasorios que, a las primeras de cambio, nos avasalla, incontenible y brutal, el instinto primitivo. Y así, un señor destinado a ocupar la presidencia de la Republique Française, ni más ni menos, echa todo por la borda cuando, al aparecérsele enfrente una trabajadora en el cuarto de su lujoso hotel (que ni siquiera es una mujerona de esas que paran el tráfico sino una pobre inmigrante bien común), no resiste el impulso de atacarla sexualmente. La historia de Dominique Strauss-Kahn es tan lamentable como asombrosa: un momento de incontrolable impulsividad lo lleva al derrumbe de su carrera política, a la separación y la pérdida de su prestigio personal. ¿Valía la pena? Desde luego que no. Pero, entonces ¿qué ocurrió? Es la bestia, señoras y señores, nada más.
A otro notable, fisicoculturista de origen austriaco devenido en prominente actor de Hollywood y, luego, en mismísimo gobernador del estado de California, aparte de haberse matrimoniado con una señora que pertenece a una de las más distinguidas familias de Estados Unidos (de América), no le pasa por la cabeza mejor idea que tirarse a su empleada doméstica, que tampoco es la mujer maravilla (y no lo digo, como en el caso de DSK, por ningunear a las víctimas sino para contrastarlas con Maria Shriver y Anne Sinclair, esposas de los pecadores, cuyas figuras, creo, debieran dejar bien claras cuáles son las prioridades), y hasta tener un hijo con ella. No perdió Schwarzenegger tanto como DSK —el colapso del francés fue verdaderamente devastador— pero su mujer lo mandó a volar.
Y, ahora, otra historia, la de La Volpe. No sabemos qué ocurrió. Lo de DSK fue un delito: hubo violencia física. Lo de Schwarzenegger fue un simple pecado. Esto, ¿qué es?