La afición a los colores de una camiseta es una cosa muy extraña. Se les suele llamar “fanáticos” a los seguidores de un equipo y el término nos hablaría de un apego tan ciego como inmune a la sentencia de los resultados. Esa idolatría lleva, entre otras cosas, a que un aficionado emprenda largos viajes para estar en las tribunas cuando juega su club y a expresar incansablemente un apoyo que –hay que decirlo— no parecen merecerlo siempre los jugadores, por lo menos en la visión del observador externo.
Los más fieles e incondicionales aficionados del territorio nacional son, según se dice, los de Monterrey. Están ahí siempre, en las buenas y en las malas, abarrotando las gradas de los dos estadios (el BBVA, en el municipio de Guadalupe, donde juegan los Rayados y, en espera de que se termine de construir el nuevo coliseo de Tigres, en 2025, el actual Volcán, en el campus de la Universidad Autónoma de Nuevo León) de la dinámica urbe regiomontana.
La adhesión a un club es de por vida. El escribidor de estas líneas no conoce a ningún apóstata, o sea, a nadie que haya renegado de su primigenia lealtad, digamos, a unas Chivas o a esas Águilas tan aborrecibles para sus adversarios. Justamente, la cultura nacional no sólo se ha dividido entre los partidarios de doña 4T y quienes rechazan a su supremo promotor sino entre los seguidores del América y todos los demás.
En la Argentina ocurre algo parecido pero llevado a los más candentes extremos: de un lado Boca Juniors y del otro River Plate, en lo que vendría siendo, tal vez, la distancia que separa al peronismo de las otras corrientes políticas.
El tema de la afición, volviendo a lo extravagante que pueda parecer, es que en un país como México los clubes pueden dejar de ser, de manera total y absoluta, lo que en un momento fueron: conservan el nombre y los colores, es cierto, pero el hecho de que llegue un inversor y los compre para llevárselos a otra localidad implica una irreversible pérdida de su identidad original.
El caso del Necaxa, en este sentido, es uno de los más representativos: ¿qué tiene que ver un equipo afincado hoy en Aguascalientes con el antiguo club de electricistas fundado en 1923 por un ingeniero escocés y que jugaba en los campos de la colonia Condesa, en Ciudad de México? Es otra entidad, de los pies a la cabeza, pero sus nostálgicos seguidores se aferran ciegamente a algo que, hoy día, no es otra cosa que un mero símbolo, por más que las resonancias del título los lleven a evocar glorias pasadas.
Y, ese Necaxa se encuentra en estos momentos en el último lugar de la tabla, fuera de esa tal Liguilla, tan magnánima y bondadosa, a la que pueden aspirar inclusive los equipos de flagrante medianía.
Pero, bueno, a los necaxistas les queda por lo menos el consuelo de que sus colores sigan reluciendo en las canchas. ¿Qué se puede decir de Monarcas de Morelia? Se volvieron, de la noche a la mañana, el Mazatlán Futbol Club. ¿Y, el histórico Atlante? Se mudó de Ciudad de México (CDMX) a Querétaro, de ahí volvió a la capital de todos los mexicanos, se estableció luego en Nezahualcóyotl, regresó a CDMX, se fue a Cancún y ahora juega de nuevo en CDMX pero en la tal Liga de Expansión. Lobos BUAP, por su parte, emprendió un viaje de miles de kilómetros, de Puebla a Ciudad Juárez.
¿Y, los aficionados? Pues…