Las relaciones diplomáticas tienen eso: que las naciones o los gobiernos pueden estarse matando, pero siempre, o casi siempre, se tiene que aparentar que todo está bien y que no hay problema alguno. Es raro que un diplomático admita que las relaciones están pasando por un mal momento. Con mayor razón los gobernantes, que siempre tienen la posibilidad de decir que las relaciones con tal o cual pueblo son excelentes, aunque con su gobierno no estén en óptimas condiciones. Un ejemplo de ello es el de las actuales tensiones de López Obrador con el gobierno y la corona española. Señalo lo anterior, porque más allá de ciertas apariencias, en el caso de las relaciones de México con la santa sede, hay muchas señales de que las cosas no van tan bien. Aunque, hay que decirlo, salvo por momentos muy específicos, no es que las relaciones de México con la silla pontificia hayan sido siempre tersas. Todo lo contrario. Para empezar, la santa sede no quiso reconocer la independencia mexicana, hasta muchos años después de proclamada. Luego vino la oposición al régimen liberal y, a pesar de lo que nos cuenta la historia oficial, los jaloneos con Porfirio Díaz, que nunca permitió el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano. Ya no digamos el triste papel de la jerarquía local en el derrocamiento de Madero, o la oposición a la Revolución y su constitución durante prácticamente toda la primera mitad del siglo XX.
En realidad, quien mejoró las relaciones del gobierno mexicano con la jerarquía católica, pero sin cambiar el marco legal, fue Lázaro Cárdenas, siguiendo en eso el ejemplo de Porfirio Díaz. En la misma línea siguió Echeverría, primer presidente mexicano en entrevistarse con un papa, en febrero de 1974, con el argumento de la promoción de la Carta de los Deberes y Derechos Económicos de los Estados. Pero fue Carlos Salinas de Gortari quien decidió primero enviar un representante personal al Vaticano y luego, en 1992, establecer formalmente relaciones diplomáticas con la santa sede, ese ente jurídico sui géneris, cabeza de la Iglesia católica y del estado de la Ciudad del Vaticano. En septiembre del año próximo se conmemorará por lo tanto el trigésimo aniversario del establecimiento de dichas relaciones, que son a su vez un producto de las reformas constitucionales y legales de 1992.
La llegada de los populismos a nuestro país ciertamente no ha ayudado a que las relaciones mejoren, más allá de la formalidad aparente. En el fondo priva la ambigüedad y las contradicciones, la incertidumbre y la volatilidad. Todo depende del humor del gobernante, llámese Echeverría, Fox o López Obrador. Si un día se levanta de buenas, se hacen concesiones y se otorgan apoyos. Si se levanta de malas, los reclamos, la rispidez y los conflictos afloran. Un día se puede decidir apoyar la construcción de la basílica o regalarle el expalacio del arzobispado a los obispos y al día siguiente reclamar los crímenes históricos o la falta de apego a los verdaderos valores cristianos. La carta reciente a propósito de los 200 años de Independencia, que el papa envió a sus obispos (no al gobierno mexicano), es resultado y muestra de toda esa ambigüedad.