Siempre he pensado que la verdadera fuerza de la Iglesia católica no está en sus riquezas materiales, sino en su potencia simbólica. Aunque es cierto que la Santa Sede maneja miles de millones de dólares, la idea es que todo debe estar supeditado a su misión de salvación. Por lo demás, no solo la católica, sino todas las religiones, requieren de dinero para existir y cumplir su función. Y donde hay dinero, desafortunadamente, hay corrupción. Sobre todo en instituciones, como las religiosas, poco acostumbradas a la transparencia.
Durante cientos de años, gracias a una creciente burocratización de su organización, la Iglesia católica tuvo controles internos de sus finanzas. Pero casi siempre, prácticamente desde sus orígenes, tuvo problemas con personas que más bien utilizaron a la institución para enriquecerse. Y en la actualidad sus problemas se multiplican, pues en primer lugar las propias finanzas de la institución eclesiástica están sujetas a una vigilancia de organismos internacionales (por ejemplo, a propósito del posible lavado de dinero), principalmente los europeos y, en segundo, la Santa Sede se da cuenta de la necesidad de controlar mejor sus finanzas, en un mundo donde los recursos de capital pueden escasear.
Por estas razones, hay que reconocer que la celebración de un juicio en el Vaticano, involucrando a poderosos personajes de su Secretaría de Estado y a grupos financieros cercanos a ella, significa un gran paso en la búsqueda de transparencia y credibilidad de la institución. Es una necesidad imperiosa, más que una opción fácilmente desechable, pues entre los escándalos de pederastia y los de sus finanzas, la Iglesia católica no acaba por recomponer su imagen.
Ahora bien, el juicio que comenzó hace algunos días en el Vaticano sobre el millonario desfalco a la Iglesia no solo es relativamente novedoso porque es público, sino porque involucra a un funcionario de altísimo nivel, un Secretario Sustituto de Estado (el cardenal Angelo Becciu), equivalente a un Secretario de Gobernación en México. Y a su lado, algunos gestores y empresarios laicos, seguramente muy católicos, pero igualmente envueltos en una trama que deja chica a lo visto en la película El Padrino 3, la cual ya había recuperado otra confabulación real sucedida hace algunos años en el Vaticano, que en esa ocasión involucraba al Banco Ambrosiano.
Así, mientras que el Papa duerme en una residencia austera (la de Santa Marta), el entramado de complicidades repartía indemnizaciones millonarias a quienes, por lo que se sabe, quebrantaban las finanzas eclesiales. Pérdidas bursátiles, movimientos especulativos y mucho dinero sin control, incluyendo el proveniente del famoso “óbolo de San Pedro”, es decir donativos destinados a obras de caridad personales del papa. El asunto va más allá del dinero. Lo que está en juego es la potencia simbólica de la Iglesia católica y en particular el de la Santa Sede. Es la capacidad de la institución religiosa para erigirse en un faro moral, que se asume como una institución de salvación establecida por Dios. Por lo tanto, se requiere valor para decirle al mundo que hay en su interior unos cuantos frutos podridos.