El pasado día de las madres un nutrido convoy de coches y pick-ups bajo el mando de los hermanos Sierra Santana, también conocidos como Los Viagras, persiguió por las calles de Nueva Italia, en Apatzingán, a un par de camionetas con soldados, efectivamente escoltándolos fuera del pueblo entre gritos de “lárguense a la…”. Poco antes, cerca de los poblados de Potrerillos de Coria, en Tumbiscatío, y Cuatro Caminos, en Múgica, tierra rica en morisquetas, enchiladas michoacanas, sopes, birria de chivo y laboratorios de metanfetaminas, halcones de ese mismo grupo colocaron retenes para impedirles el paso a los soldados, mismos que solícitamente hicieron media vuelta.
Apenas el día anterior el gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla, anunció que ya no combatiría al narco en el estado, pues la batalla no había tenido más resultados que los casi 2 mil cadáveres acumulados desde su toma de posesión hace seis o siete meses; que, en vez, se concentraría en asuntos como salud pública, combate a la pobreza y educación. Suena bien, pero que alguien le avise al Presidente, pues 2 mil elementos castrenses fueron los que envió allí justamente para combatir al crimen organizado, aunque en realidad hayan llegado específicamente para exterminar al cártel Jalisco Nueva Generación, rival del de Sinaloa; ya sabemos la estima que López Obrador le tiene a doña María Consuelo. Curiosamente, Los Viagras pasaron de aliados a enemigos jurados del mismo cártel de Jalisco.
Ante la deshonra López se escudó cínicamente en que en su administración sí se respetan los derechos humanos: “Cuidamos a los elementos de las fuerzas armadas… pero también cuidamos a los integrantes de las bandas, son seres humanos, es una política distinta, completamente distinta”, dijo. Ojalá que los niños con cáncer, los científicos, los periodistas y las mujeres violadas y asesinadas merecieran del Presidente ese mismo trato, pero dejémonos de fruslerías; los otros datos de la realidad apuntan a que, en lo que va del sexenio, el Ejército lleva poco más de 600 enfrentamientos con civiles armados —eufemismo para sicarios—, con un saldo de 24 muertos por cada soldado abatido, mientras que con Peña Nieto la cifra era de 12 y con Calderón de 19.
Asombrosamente, Luis Cresencio Sandoval, titular de la Sedena, secundó al Presidente. “No había una agresión armada, no había por qué responder a la fuerza”, dijo, y sin duda tiene razón, además de que había hartos inocentes en el camino. Pero lo que calienta es encuadrar la ignominiosa expulsión como un acto de respeto hacia los narquitos buenos: si grazna como capitulación, camina como capitulación y se comporta como capitulación, seguramente lo es. No me quiero imaginar lo que han de haber sentido los cabos que salieron chiflando de Nueva Italia bajo una lluvia de insultos cuando oyeron a su comandante en jefe justificar a un Presidente cuya estrategia de seguridad parece centrarse en tratar a ciertos narcos como ciudadanos de primera. Quizá porque los aeropuertos, el trenecito, los bancos, las carreteras y las aduanas bien valen una sumisa.
Roberta Garza
@robertayque