
Luis M. Morales
El pasado martes visité el museo Quinametzin que está ubicado en la recién construida zona habitacional de la base militar de Santa Lucía.
Dentro se exhiben distintos restos de mamut escogidos de entre los más de 650 individuos hallados en el mismo lugar donde actualmente se edifica el aeropuerto internacional Felipe Ángeles.
Según explicó el arqueólogo responsable, Santa Lucía es el cementerio de mastodontes más grande de América y probablemente del mundo.
Junto con esos restos también fueron encontrados 239 esqueletos de camello y 69 de caballo.
Aquel mismo día por la noche cené con dos de mis hijos, el menor tiene 12 y el otro 23. Como quien pone sobre la mesa la pesca del día conté algunas de las impresiones que traje a casa después de esa larga jornada.
El más joven abrió los ojos grandes y se decidió a interrumpir: “Eso que dices es otra mentira del gobierno, los caballos llegaron a América gracias a los españoles y los camellos vienen del Medio Oriente”.
Doce horas antes de esa charla familiar yo tenía la misma convicción, pero un funcionario del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) se encargó con su relato de curar mi ignorancia.
Hace 80 mil años los camellos comenzaron a migrar de América en dirección a Asia a través del estrecho de Bering debido al cambio de temperaturas ocurrido durante la última Edad del Hielo.
Es decir que emprendieron una ruta inversa a la que mucho tiempo después hicimos los seres humanos.
Lo mismo habría ocurrido con los caballos: catorce mil años atrás, también por razones vinculadas a la temperatura y la alimentación, abandonaron a través de Bering el continente americano.
A pesar de mi mejor empeño para repetir los argumentos del funcionario, el escepticismo del más joven de mis hijos continuó arañando la mesa.
Sentí el impulso obvio de traer a la conversación cuanto tuviera que aportar el dispositivo que horas antes me había confirmado las verdades transmitidas con pasión por el experto; pero me contuve porque ese acto habría dado portazo a una discusión que merecía prolongarse un poco más.
“Te lavaron la cabeza, papá,” insistió el adolescente con un tono que quiso ser jocoso.
Fue en ese momento cuando el hijo grande intervino para defenderme:
“¿Por qué estás tan seguro de que es falso?”, interrogó con condescendencia.
A partir de ese momento todo cuanto contara a propósito de mi visita al aeropuerto Felipe Ángeles iba a ser sometido a criterios arbitrarios. No es que el menor dudara solamente del origen geográfico de los caballos y los camellos, sino de cualquier pieza de información que hubiese yo traído a casa a partir de aquella visita.
Poco importaba si la fuente era un profesional del INAH o si yo había hecho la tarea para corroborar lo dicho. Como en otras ocasiones, la polarización de las creencias se posó sobre la mesa de nuestro comedor.
El mayor no dudó nada porque él y su pareja, que también estaba presente, confían en la mayoría de las cosas que tienen que ver con Andrés Manuel López Obrador –entre ellas en el éxito que logrará el nuevo aeropuerto– y por tanto también en los datos compartidos por aquellos funcionarios que trabajan para su gobierno.
Santa Lucía se halla en medio de dos frentes de guerra y en mi casa cada hijo decidió representar la defensa de una fe distinta mientras devoraban sus respectivas hamburguesas.
Sentí desconsuelo dada la irrelevancia que hoy tiene mi oficio cuando se ingresa a la selva del prejuicio galvanizado.
No era en modo alguno importante si yo había hecho la tarea a la hora de corroborar los datos, los dichos y la evidencia sobre el origen de ambas especies animales: la discusión fundamental era si el presidente López Obrador era, o no, un mentiroso.
Mientras llevamos los platos al fregadero temí por la tarea que vendría durante los días posteriores. ¿Cómo iba yo a escribir un texto creíble sobre mi primera visita al aeropuerto Felipe Ángeles si cualquier cosa iba a ser interpretada como mis hijos hicieron a propósito de los restos del museo Quinametzin?
Hay momentos en que me pregunto porqué no me dediqué a otra cosa o por lo menos opté por escribir sobre temas menos complicados.
Esta anécdota del presente conecta con otra que hace tiempo leí sobre la cobertura del huracán Katrina y los estragos de la ciudad de Nueva Orleans.
Un periodista visitó el estadio de futbol donde un elemento de la Guardia Nacional estadunidense le contó que durante el horror y la rapiña varias mujeres habían sido violadas y asesinadas por un grupo de vándalos.
Para probar su dicho, el oficial mostró unas cajas refrigeradas con dimensiones similares a las de un ataúd. La entrevista y el retrato de aquellos congeladores dieron soporte a una nota que se leería masivamente en la prensa nacional.
Al día siguiente de su publicación el jefe de la Guardia Nacional desmintió los dichos y cuando el periodista quiso defenderse – afirmando que la fuente había sido uno de sus propios oficiales– el jefe reviró interrogando públicamente: “¿Abrió usted la tapa del supuesto congelador?”
Tiempo después el periodista redactó un segundo texto aceptando la lección que le habían propinado. Si hubiera metido la cabeza dentro de alguna de esas cajas habría podido constatar si la historia de las mujeres ultrajadas era cierta.
¿Qué significa abrir la caja en el caso del aeropuerto de Santa Lucía? O más precisamente: ¿Qué sería necesario hacer para trascender, desde el periodismo, un asunto secuestrado por dos frentes de guerra? Todavía no tengo una respuesta que resuelva mi ansiedad.
Quinametzin es una palabra náhuatl que significa “Tierra de Gigantes”. Me pregunto si más grandes que esos restos de mastodonte, no serán los inmensos prejuicios que hoy nos acompañan.
Ricardo Raphael
@ricardomraphael