
Habíamos quedado en cenar esta semana y en broma le reclamé. Pablo rio con humor antes de responder: “amigo, ahora sí te voy a fallar.”
Nos conocimos cuando yo tenía 13 y él 16. Pablo cantaba en un grupo al que yo moría de ganas de pertenecer, pero no tenía la edad reglamentaria. Así que comencé a visitar los ensayos y asistí a todos los conciertos.
Todavía recuerdo la primera vez que salimos. Su novia era hermana de la chica que a mí me gustaba. Cenamos pizzas. La segunda vez fuimos al cine. De tan cursi debería omitir el título de la película: Endless Love con la alucinante actriz Brook Shields.
Pablo y su novia encontraron butacas libres, pero su cuñada y yo no. Nos sentamos entonces sobre la alfombra y yo pasé una hora y media de película dándome ánimo para hacer como ellos, pero nunca había tomado la mano de una chica.
Los dos éramos muy flacos en aquella época, pero él tenía una seguridad en sí mismo que me resultó envidiable. A esa edad ya había aprendido a reírse sin pudor.
Hace 42 años de aquello y nuestra amistad está a punto de transformarse. Ahora es cuando quisiera tener la fe que cultivamos juntos alguna vez.
Somos las personas con quienes conversamos y con Pablo siempre tuve grandes conversaciones. Del grupo musical pasamos a los retiros organizados por los Misioneros del Espíritu Santo. Como en una escalera ascendimos los niveles de una espiritualidad trazada por un grupo de jóvenes que parecían menos pecadores.
Luego conocimos a un padre que evangelizaba en silla de ruedas. Había nacido en Arandas, Jalisco, y hasta allá fuimos a dar. La tierra roja se nos pegó al cuerpo porque en casa de la familia de aquel santo señor no había baño, ni recámaras; solo un fogón.
Ahí conocimos los cantaritos con jugo de naranja y tequila que luego se hicieron famosos.
Como aquella choza de Arandas, Pablo es un hombre que no conoce las puertas. Es parte de una grandísima prole que me acogió como si fuera uno de ellos. Mi familia, con seis hermanas y hermanos, se sentía pequeñita en comparación con la suya.
Recuerdo que, a la hora de la merienda, don Javier siempre estaba jugando ajedrez. Solía invitarme a mover los peones mientras hablábamos de política. A doña Laura nunca la vi enojarse y fue de ella que Pablo robó su sonrisa.
La familia de mi amigo siguió ampliándose y ayer volví a verla. En más de cuatro décadas no han perdido un gramo de la bondad que les conocí, ni siquiera en estas horas cuando Pablo se va haciendo más ligero.
Sobrinas y sobrinos hacen fila para decirle que cumplió: hizo lo que se le vino en gana y le salió magnífica la vida.
Como yo, de joven Pablo se tomó muy en serio y se puso a estudiar derecho. Mi verdadero deseo era ser filósofo y el suyo artista plástico. Pero veníamos de familias tradicionales. Con todo, escuchaba –escondiendo el aburrimiento— mis chácharas sobre Kierkergaard. En revancha, yo no le reclamaba que estuviese desperdiciando su talento con la tiza y el papel.
A los cuatro años después de ser amigos se nos metió en la cabeza que debíamos cruzar el Atlántico. Sin embargo, sabíamos que nuestros padres no iban a darnos un solo centavo para esa aventura.
Solamente nos faltó vender el cuerpo, porque nadie lo habría comprado. Durante seis meses nos inventamos, junto con otros amigos, toda suerte de actividades lucrativas hasta que conseguimos lo necesario.
La primera parada fue Jerusalén. Paradójicamente ahí, en Tierra Santa, la fe comenzó a quebrarse. Luego, Pablo se puso a dibujar las catedrales de Italia, España, Francia e Inglaterra. Aquella jornada larga nos voló la cabeza. Antes no sabíamos cuán pequeño era nuestro mundo, ni los mapas con los que habíamos leído la vida.
Durante esos días Pablo aprendió a ser libre, en todos los sentidos. Dejó de ser árbol de maceta para plantarse en tierra ilimitada. Lo exploró todo. Los dos regresamos cambiados. Nuestros amigos de la religión comenzaron a levantar la ceja y más de uno se atrevió a cuestionar el extravío de nuestras almas.
Hace un año me habló con dolor de aquella vuelta al país. Aún le dolía sentirse juzgado y yo le confesé que a mí me había pasado igual. Entendí que esas fracturas también nos habían reunido.
Al día siguiente iban a extirparle el estómago y sin embargo aún no apagaba el cigarro. “Son los últimos,” me explicó y yo no tuve nada que agregar. Entre volutas de humo hizo un balance detenido de los amigos y los ex amigos, que es la vía más corta para hacer cuentas personales con quien hemos sido.
Su casa, frugal pero acogedora, nos abrigó buena parte de la noche. Me enseñó los últimos cuadros que estaba pintando y me contó de los muebles antiguos que había restaurado.
En ese momento tomé consciencia de que sin su memoria la mía está incompleta. “Amigo” solía llamarme, en vez de “Ricardo.” Me pregunto si podré seguir siendo Ricardo sin mi amigo y su memoria.
Como dos tazones de barro nos cocimos en el mismo horno. Quizá por ello, a pesar de que nuestras biografía tomaron caminos distintos, esa noche no hubo distancia entre estos dos señores que ahora cargan encima más de medio siglo.
Volvimos a vernos después de la operación. Me presumió que ya no tenía estómago, pero tampoco enfermedad. Sacó su celular y nos pusimos a escuchar la música que compone su hijo. La venganza del abogado fue tener un descendiente que multiplicó el talento artístico. Como tío de clóset pasé los días siguientes escuchando las canciones del otro Pablo.
También conversamos sobre nuestros amores. Nos conocimos a todas las parejas. Pablo terminó encontrando una mujer extraordinaria. En vez de consolarla, es ella la que ayer me dio consuelo. La madre de Pablo y la esposa de Pablo son una fuerza de la naturaleza.
Quisiera borrar nuestra conversación del miércoles por la madrugada: “¿Está bien?” “No, ya tiene daño hepático”. Habría querido preguntar si era irreversible, pero eso era estúpido. Ay Sara, me dueles tanto y Pablo, tu hijo, también.
Cuando entré al cuarto del hospital mi amigo olvidó que estaba postrado. Con una actitud decimonónica, tan suya, intentó incorporarse para darme el que habrá sido nuestro último abrazo. Fue entonces cuando le reclamé por nuestra cena pendiente.
“Ahora sí te voy a fallar,” respondió. Habrá sido la primera y la única falla que tuvo para conmigo durante nuestra larguísima amistad.