Hace algún tiempo comí con Jesús Ramírez-Bermúdez. Inteligente y culto, me cuenta de varios casos de depresión a propósito de uno de sus libros dedicado a ese sol negro.
No tristeza ni melancolía: depresión, esa pesada sombra que cae sobre hombres y mujeres haciéndolos inútiles, oscureciendo sus pensamientos y postrándolos en la cama sin el mayor asomo de esperanza, cuando la mente se convierte en nuestra enemiga.
Un caso depresivo: en su autobiografía, Virginia Woolf cuenta que fue en 1895, a los trece años, cuando tuvo su primer episodio depresivo debido a la muerte de su madre. Apenas dos años después su hermana Stella murió a consecuencia de una peritonitis. Agobiado por la muerte de su esposa, el padre de Virgina, sir Leslie Stephen, cayó en un progresivo periodo de desesperanza; su carácter hermético y duro llevó a la familia a no hablar jamás de ambas tragedias. Aquel silencio actuó de forma definitiva sobre el carácter y las condiciones emocionales de Woolf.
A los treinta años, a Virginia le diagnosticaron neurastenia. Su esposo, Leonard Woolf, escribió que padecía constantemente de episodios maníaco-depresivos. Más allá de las precisiones clínicas, la vida de Woolf estuvo marcada por la melancolía, el agotamiento, las sensaciones de ahogo, la inconformidad, la falta de apetito y la frustración.
Como en una larga asociación libre apareció en mi cabeza la autobiografía de Juan Gustavo Cobo Borda. Trascribo: “Desde hace quince años por lo menos mi amigo José Emilio Pacheco me anuncia el apocalipsis inminente. Ahora lo comprendo: el apocalipsis ya pasó y somos sus sobrevivientes o, por lo menos, el apocalipsis se repite todos los días: basta leer los titulares del periódico. Una agonía tan larga resulta incómoda o por lo menos requiere de la elegancia que tenía la abuela de Borges pidiendo disculpas por morir tan despacio”.
Nunca he sido depresivo, sí, en cambio, melancólico y angustiado. A los once años hablaba muy poco. Mi madre me llamaba “el mudo”. Un día, preocupada, le consultó a mi hermano:
—Rafa no habla, ¿qué hacemos?
—Habla para adentro —le respondió.
En alguna ocasión, mi hermano se acercó y me dijo:
—Tienes ciudades adentro de ti. Deja salir alguna de ellas.
Y empecé a hablar poco a poco.