
La literatura mexicana es como la comida mexicana: destaca por su variedad y autenticidad. La gastronomía es una fusión de tradiciones y se basa en ingredientes locales, aunque se reinventa constantemente, es imaginativa. Uno nunca la podrá conocer por completo, ya que cada pueblito tiene su plato especial. Lo mismo sucede con la literatura actual: algunas novelas son dulces como la cajeta, otras indescriptibles como el mole poblano, picosas como el habanero o integran sabiduría ancestral como los tamales.
Quizás por el ajetreo de la vida cotidiana, no todos los mexicanos se dan cuenta de que el panorama literario es entretenido y de que los escritores mexicanos van ganando terreno en todo el mundo. Hoy en día, los premios internacionales son un indicador de lo que se lee y de lo que se va a vender más. Fernanda Melchor fue nominada al Premio Booker International por su novela Temporada de huracanes en 2017 y este año acaban de nominar a Dalhia de la Cerda por Perras de reserva. La imagen de México en las noticias, igual que la de mi país, a menudo es estereotipada y más bien negativa. Por ello, nominaciones literarias de este calibre contribuyen a liberarnos de la mala percepción y las apariencias negativas.
A finales del año pasado, el mexicano Álvaro Enrigue entró en la lista del New York Times de mejores novelas traducidas con Tu sueño imperios han sido. En su alucinante novela, el escritor platica sobre el encuentro entre Hernán Cortés y Moctezuma. Creo que el mundo merece leer y conocer su interpretación. Y hablando de lo que merece la pena leer, el otro día en una librería vi un pequeño cartel pegado al libro de Sofia Segovia El murmullo de las abejas, que anunciaba “más de un millón de copias vendidas”. Un millón de copias vendidas de una novela mexicana. ¿Se imaginan cuántos paladares habrá satisfecho esta historia? Creo que son ejemplos de novelas diferentes, que han llegado a conquistar jurados internacionales, a hacerse de un lugar en la prensa internacional y a colgarse los laureles de los lectores.

Cuando me planteo qué libros voy a traducir, tomo en consideración todos estos aspectos y si por casualidad el libro tiene un vínculo con Bulgaria, aún mejor, porque hablará directamente a los lectores búlgaros. Por eso quise traducir El jardín del mar de Sophie Goldberg, una novela que narra las peripecias de su familia búlgara. Traducir no es simplemente sustituir palabras, sino transferir conceptos e ideas completos, códigos culturales e históricos. La tarea del traductor es preservar la identidad cultural del texto y tender un puente entre dos culturas; trasladar lo ajeno para que lo pueda entender la cultura receptora. En ese sentido, El jardín del mar resultó ser una traducción especial. Los conceptos culturales, la descripción de la vida y la atmósfera sociopolítica de los cuarenta en la novela son búlgaros. Por tanto, mi papel de traductora cambió: ya no era un intermediario entre lo extranjero y lo propio, sino que tenía que liberar el texto del español, para que la historia pudiera lucir ropajes búlgaros y viajar a Bulgaria, tras setenta y cinco años de maduración en otro continente.
Más allá de todo premio y reconocimiento, hay algo más valioso: el hecho de que las novelas contemporáneas mexicanas son un mestizaje de sabores que envía mensajes universales a través de historias locales, historias que nacen en el alma mexicana y que recogen la riqueza cultural y el tumulto histórico y social vivido por el pueblo.