Cultura

Un intermediario en el concierto de Colonia

Todo mi cuerpo es un oído. Es mi conclusión después de haber escuchado por enésima vez el profuso, prolongado y casi epifánico Köln Concert de piano dividido en cuatro partes de Keith Jarrett (1945) en la histórica Kölner Opernhaus de 1975, una magnífica improvisación de 74 minutos del mejor jazz hasta entonces interpretado.

La suya no fue la presentación de composiciones aprendidas de memoria ni variaciones sobre temas desarrollados antes; lo que dio Jarrett, de apenas 29 años de edad, fueron ejercicios de improvisación total. Con un piano Bösendorfer que no le gustó al tocarlo, exploró temas, combinó estructuras y ritmos, ensayó secuencias y creó texturas desde la olímpica soledad de su genio creativo. “Mi sensación era: ‘Tengo que hacer esto, lo estoy haciendo. Me importa un carajo cómo suena el piano. Lo estoy haciendo’. Y lo hice”, explicó después al periodista Don Heckman. El resultado es un complejo y sutil andamiaje de sensaciones musicales producidas aquella fría noche del 24 de enero ante las mil 400 personas que escucharon en vivo al músico nacido en Pensilvania, EE.UU.

Hay sabiduría en ese concierto. Primero, la que deviene de sus influencias: Jarrett venía de trabajar con Miles Davis (1926–1991), de quien absorbió la improvisación sobre escalas más que sobre cambios armónicos rápidos (recuerdo especialmente aquel solo eléctrico de What I Say, mezcla de funk, rock y jazz libre, del legendario álbum Live Evil de 1971); gracias a ello logra un estilo de improvisación más relajado, dada la amplitud de espacio en el que desarrolla sus ideas, sin cambios drásticos propios del bebop u otras formas más tradicionales de improvisar.

Luego están sus gustos y preferencias; es un gran admirador de Bill Evans (1929–1980), cuyo estilo lírico y reflexivo se percibe en distintos pasajes, los más intimistas del concierto, tanto como lo es de la música de Bach, Bartók y Satie, de quienes se perciben referencias en contrapuntos barrocos, ritmos irregulares y atmósferas meditativas.

En el concierto de Colonia también se advierten grooves de blues y patrones rítmicos cercanos al gospel, especialmente en la segunda parte, y desde luego que repetición de motivos con sutiles variaciones, propias del minimalismo; hay momentos melódicos que tienen un aire a música folclórica europea (ya he mencionado la influencia de Bartók) o incluso a cantos africanos, lo que refleja el heterodoxo interés musical de Jarrett.

No es de extrañar entonces que ese concierto haya sido un parteaguas de la música de concierto, no solo por su virtuosismo, reconocido en las ventas de al menos cuatro millones de copias físicas de ese álbum a la fecha, luego de que EMC Records hiciera una edición conmemorativa en 2019, según lo afirma Wolfgang Sandner en su biografía de Jarrett (Libros del Kultrum, 2020); el álbum es un momento culminante de la música porque influyó a generaciones de pianistas, no solo en el jazz, sino también en el new age y la música clásica contemporánea, además de que demostró algo sustancial: que la improvisación pura podía ser tan poderosa como la composición escrita.

Sorprende entonces la humildad con que concebía ese poder. En un álbum anterior, producto de sus conciertos en Bremen y Lausana de 1973, Jarrett había apuntado la visión espiritual con que afrontaba sus presentaciones: “No pienso que yo pueda crear, pero sí puedo ser un canal para la creatividad. Creo en el Creador, por eso en realidad este álbum es una obra suya a través de mí, con la menor intervención consciente posible en el medio”.

Un intermediario, un facilitador. Un artista.


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Porfirio Hernández
  • Porfirio Hernández
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