La búsqueda de información, conocimiento y experiencias nuevas constituye la esencia de la curiosidad, atributo de la inteligencia.
Ese afán es también una emoción que nos impulsa a comprender nuevos ámbitos y renueva nuestras certezas sobre nosotros mismos y el entorno. ¿Cuántas veces no hemos comprobado algo que intuíamos o que adivinábamos casi sin saber por qué? Es la curiosidad la respuesta a esa frecuencia de veces.
Vivir con curiosidad es, pues, saludable para la mente ocupada. En este sentido, es el motor de la transformación individual, pues el acervo y utilidad de la comprensión de lo nuevo fortalece la habilidad misma de entender y asimilar en la vida propia lo recién aprendido, al tiempo que nos prepara para el cambio que indefectiblemente llega con los años, solo que ahora tiene un sentido (o varios) y un propósito (así sea seguir aprendiendo). En otras palabras, la curiosidad es la ruta de la madurez intelectual y emocional que naturalmente se alía a la madurez física, de ahí que todo cambio deba ser orientado al camino que se forja con el vivir y el transcurrir del tiempo.
Sin embargo, es en la infancia donde mayormente se desarrolla la curiosidad; cuando niños, el mundo nos parece una realidad maravillosa, y es normal pensar que todo es magnífico, una sensación que se queda al paso del tiempo fija a los recuerdos; ha pasado que cuando volvemos a un espacio de la niñez, descubrimos que en realidad no es tan magnífico como recordábamos: se debe a que aquel recuerdo tiene consigo la sensación de la primera experiencia, cuando nuestro cuerpo y nuestra mente lo vivieron con la curiosidad de la primera vez.
Si a esa emoción se le une la capacidad analítica de situaciones y hechos, se multiplica. Observar y concluir son la extensión natural de la curiosidad inteligente, de ahí que el mejor cumplido que pueda dársele a alguien es decirle que es curioso(a).