Uno de los pasajes más hondos de la saga escrita por el antropólogo Carlos Castaneda (1925-1998) está en el libro “Viaje a Ixtlán” (1972), el tercero de los volúmenes dedicados a describir el camino de conocimiento que anduvo su protagonista en las montañas de México. El pasaje se refiere al imposible retorno del hombre que ha iniciado su camino hacia su misión; “el brujo inicia su camino a casa sabiendo que nunca llegará, sabiendo que ningún poder sobre la tierra, así sea su misma muerte, lo conducirá al sitio, las cosas, la gente que amaba”.
Es el mismo punto de no retorno, la errancia sin fin que evoca la voz lírica del “viaje definitivo”, de poeta español Juan Ramón Jiménez (1881-1958):
...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando, las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado, mi espíritu errará, nostálgico...
No hay emociones que condicionen el momento, repite el guía al aprendiz, porque no hay conceptos qué evocar en este camino; esto significa que, para el común, toda emoción nace de una lección conceptual aprendida en la infancia, y por ende, la percepción del mundo está fundamentada en esa lección temprana. Por eso, desprenderse de esa arquitectura de ideas y palabras es el primer paso para emprender el camino definitivo.
La filosofía Zen, desarrollada en Oriente, sostiene que ese momento es el samadhi, un despertar de la conciencia que se alcanza con la meditación, para revelar que las percepciones de nuestra mente crean nuestras experiencias; por lo tanto, la forma en que elegimos, enfocamos y exploramos los pensamientos tiene un gran impacto en la conducción de nuestra vida.
A esa lección sigue otra en la filosofía Zen: el concepto de uno mismo es una ilusión. Generalmente, definimos el “quién soy” con títulos, roles o trabajos que alimentan nuestro ego y se centran en cómo nos ven los demás; el Zen nos refiere la importancia de dominar la idea de uno mismo sin dejar que los aspectos anteriores influyan en quién es la persona. Para ello el Zen se aleja de los dogmas y sistemas de creencias establecidos, es decir, de los conceptos aprendidos en la infancia.
No se trata de abandonar la experiencia de haber vivido; se trata de comprender que el ser humano es más que conceptos y creencias. Es un ser abierto a la trascendencia del tiempo y el espacio, sin límite.