La semana pasada comentaba en este espacio que el papa Benedicto dejó un ejemplo de humildad y sabiduría, virtudes que cuando son auténticas suelen ir de la mano. Me parece interesante compartir esta vez ciertos puntos de su modo de trabajar cuando fungía como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En general los diversos asuntos que atendía la Congregación se confiaban al estudio de los oficiales que en ella prestaban sus servicios; peritos en teología, filosofía y derecho canónico, que también, según el caso, podían solicitar el parecer de otros expertos consultores. Elaboraban para cada caso una relación que se presentaba al prefecto, en ese caso el cardenal Joseph Ratzinger, y se discutía en una sesión especial que solía tenerse los viernes y se llamaba Congreso Particular.
Habiéndose estudiado el tema y una vez que se presentaba el caso en la mencionada reunión bajo la presidencia del cardenal Ratzinger, se escuchaba el parecer y propuesta del oficial, el cardenal solicitaba al jefe de la sección que correspondía que diese su opinión sobre lo expuesto y sobre la propuesta presentada; enseguida pedía la opinión del promotor de justicia de la Congregación, después la del subsecretario y después la del Secretario. Una vez que escuchaba estos pareceres exponía de modo sintético lo que cada uno había manifestado y emitía entonces su propio parecer y decisión, basada en cuanto se había presentado. Algunas ocasiones, si alguno de los presentes lo consideraba necesario, hacía ulteriores observaciones que el prefecto escuchaba y tomaba en cuenta.
El día de la reunión, el tiempo dedicado a ella solía ser de varias horas, se interrumpía por un "coffee break" de unos quince minutos, que era ocasión de un pequeño convivio semanal en que se comentaban cosas de la vida cotidiana, de las noticias del día o hasta noticias deportivas. El cardenal Ratzinger era en esto muy sencillo y le gustaba escuchar y sonreír con amabilidad. A veces se aprovechaban esos momentos para avisos. Terminado el "break" se regresaba a la sala para continuar el examen de los asuntos que quedaban pendientes.
Se podía descubrir en estas sesiones que el cardenal Ratzinger era un hombre sumamente preparado y erudito, pero no usaba su erudición como adorno ni para apabullar las opiniones de los demás. Al contrario, ponía siempre atención a lo que cada quien expresaba para poder llegar a lo verdaderamente importante. En paz descanse.
Pedro M. Funes Díaz