Los últimos movimientos en el gabinete presidencial me hicieron recordar la siguiente fábula, narrada por Esopo entre los siglos VII y VI a.C.:
“Debido a que el león era el rey de todos los animales, quería que lo vieran con gratitud, por lo cual, para alcanzar este propósito, juró no dañar a nadie, sino defender a todos. No obstante, pronto se arrepintió de su juramento, y argumentando falsos pretextos para devorarlos, empezó a llamarles para preguntar uno a uno si tenía mal aliento. Tanto los animales que respondían afirmativamente, como a los que contestaban que no, a todos los devoró. Tocó el turno a la mona de responder la misma pregunta, y ésta que es muy astuta, respondió que olía muy fresco, por lo que con esta alabanza se liberó por entonces de sus garras. Sin embargo, el león insistía en comérsela, y fingiendo estar enfermo pidió que lo visitaran los médicos, quienes le recomendaron que comiera carnes ligeras y dejase las fuertes: ‘Pues me alimentaré con carne de las monas –dijo el león–, pues supongo que será de más fácil digestión’, y atrapando a la desdichada mona la devoró”.
La moraleja de la fábula es evidente: el gobernante que quiera tener la gratitud del pueblo debe mostrarse magnánimo. El problema surge justo cuando el pueblo olvida que el león es rey. Su investidura, además de convertirle en amo y señor de los súbditos que le sirven en su palacio (la mejor y más fastuosa cueva de todas las selvas conocidas) le permite desdecirse e, incluso, devorar a quien le plazca, aun y cuando médicos y expertos recomienden lo contrario.
Fiel a sus obsesiones, quizá la meta de López Obrador sea igualar los movimientos que Benito Juárez hizo en su gabinete. Por lo pronto, a diferencia del resto de las y los destituidos, solo Alfonso Romo y Julio Scherer podrían acudir al palacio sin sentir miedo a ser devorados.
Por cierto, un palacio que antes era del pueblo, y que un león que se dice magnánimo lo ha convertido en su cueva.
Pablo Ayala
