Las imágenes de cientos y cientos de jóvenes tirados sobre el pasto de las canchas deportivas de una secundaria norteamericana, me hicieron recordar dos ideas contenidas en un texto imprescindible de Judith Butler: Cuerpos aliados y la lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea.
El performance o “puesta en escena” de los jóvenes, aunque para algunos haya sido una manifestación inocua, contiene el germen de un poderoso movimiento político. Los cuerpos regados, amontonados, torcidos, indescifrables fueron el discurso.
Las concentraciones silenciosas, las vigilias e, incluso, los funerales, como dice Butler, “a menudo significan más que el simple relato escrito u oral de los motivos por los que se dieron cita quienes se sienten indignados, no reconocidos o agredidos. Por ello, las acciones corporeizadas a través del performance tienen significados –morales, políticos, sociales– que amplían los mensajes que se expresan con palabras.
Dicho brevemente, estos jóvenes usaron sus cuerpos para cuestionar duramente la relación entre el gobierno y la industria de las armas. Más aún, el performance puso de cabeza el principal afán de la reflexión ética: la posibilidad de vivir una vida buena.
A la diversidad de maneras en que se vuelve tangible la vida buena –hay quien la entiende como solvencia económica y el confort que se deriva de ella, el bienestar físico, la seguridad en el futuro, etcétera– se suma el problema de tratar de vivir una buena vida en un mundo donde muchos quedan excluidos de la posibilidad de vivirla.
Después de las matanzas en centros comerciales, escuelas y calles, efectuadas las últimas dos semanas en los Estados Unidos, llevar a puerto una cuestión tan básica como es elegir y poder vivir la vida que se desea tener, resulta cada vez más difícil para la mayoría de las personas comunes y corrientes, por una razón simple de entender: además de ser el blanco de la fobia de muchos enfermos, son el efecto colateral del odio racial que alienta de muchas maneras el conservadurismo republicano.
Las niñas y niños asesinados esta semana en la Roob Elementary de Uvalde, Texas, son una tétrica prueba de ello.
Pablo Ayala
