El sábado vi una serie televisiva particularmente pertinente para los tiempos que vivimos. Years and Years está ambientada en el futuro inmediato —entre 2019 y 2034— y, desde Reino Unido, dibuja una realidad social, económica y política que es versión apenas exacerbada de la que vivimos hoy varios países: crisis de refugiados, cambio climático, colapso de la economía, dependencia tecnológíca, auge de liderazgos carismáticos autoritarios ante la crisis de la democracia liberal. La familia que constituye el hilo de la historia es reflejo de las sociedades contemporáneas, al punto de incluir a un par de integrantes que sucumben al canto de las sirenas populistas encarnado en una lideresa que prioriza los aparejos de lo simbólico por sobre el buen gobierno.
Sigue spoiler: en el último capítulo, al ver afectadas sus libertades y su supervivencia por un gobierno indolente (véase perverso), varios personajes reaccionan y desencadenan acciones que redundan en el reestablecimiento de la democracia. El sábado me fui a dormir pensando que no había en ello más que wishful thinking; el domingo, una noticia me hizo pensar que la solución que postula es posible, aun si con estrategias menos rocambolescas.
El Consejo Mexicano de Negocios ha logrado que la rama de inversión privada del Banco Interamericano de Desarrollo destine hasta 290 mil millones de pesos a otorgar créditos a hasta 30 mil mipymes mexicanas bajo un esquema de factoraje inverso, cercano al de compras anticipadas. No es idóneo —acaso beneficie solo a aquellas empresas susceptibles de generar ventas durante el confinamiento— pero constituye una avenida para que muchas puedan conservar empleos y, sobre todo, una espléndida señal.
Lo que señala es que perviven mecanismos democráticos —organismos autónomos e internacionales, cámaras empresariales, la presión de la sociedad civil— que trascienden a los gobiernos nacionales y que todavía tienen margen para incidir en la realidad.
En un país en crisis cuyo gobierno ha devenido show televisivo diario, lleno de ruido y furia, que nada significa (a no ser los caprichos de quien lo encabeza), resulta esperanzador.
