Cultura

Un moralista (también)

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  • Un moralista (también)
  • Nicolás Alvarado

Hoy resulta fácil despreciar a Hugh Hefner, y acaso buena parte de la culpa recaiga en él mismo, en sus elecciones estéticas y aún morales. ¿Cómo podría admirarlo esa gran mayoría que solo lo conoció por las imágenes de un vejete que se paseaba por fiestas y alfombras rojas y foros televisivos en bata y pijama de seda, acompañado de mujeres neumáticas en baby doll, con sonrisas complacientes y actitud vacua? ¿Cómo asociar la marca que construyó con valores dignos o transgresores o siquiera provocadores si en las últimas dos o tres décadas Playboy se limitó a editar una revista de creciente irrelevancia, a producir videos softcore de creciente chabacanería y a auspiciar fiestas cuya apariencia fotografiada y televisada no se antoja demasiado distinta de la de una celebración para spring breakers añosos? Y, por si tanto y tan tristemente autoparódico kitsch no hubiera bastado para abaratar su imagen y empañar su legado, ¿cómo evitar el daño mortífero que habría de contagiarle la muerte de Dorothy Stratten, la playmate cuyo asesinato a manos de un ex marido desquiciado en 1980 habría de dar lugar a un libro de su amante desolado, el director de cine Peter Bogdanovich, en el que denunciaría el estilo de vida asociado a Playboy, y el carácter moral del propio Hefner, como factores si no directos sí contextuales de la tragedia? Lo concedo: Hefner no fue un héroe —y su vida no fue una épica— y, en sus últimas décadas, ni siquiera resultó una figura culturalmente relevante. Ello, sin embargo, no le resta los méritos que sí tiene, y que lo sitúan en los orígenes de la libertad de que hoy gozamos en tanto individuos y en tanto sociedades occidentales.

No, Hugh Hefner no fue el padre de la revolución sexual: lo antecedieron Sade y Baudelaire y Flaubert y Sand y Wilde y Schnitzler y Miller y, sin la menor duda, Freud y sus epígonos. Tampoco fue el padre de la prensa libre, que mucho y muy accidentado y airoso camino llevaba recorriendo cuando menos desde el “J’accuse…!” de Zola en 1898, y que había ya arrojado frutos variopintos, incluidas esas revistas de talante a un tiempo socarrón y satinado que habrían de constituir los antecedentes de Playboy, incluida Esquire, su antecesora directa. Ello, sin embargo, no hace menos la empresa quijotesca que habría de acometer en un 1952 en el que faltaban todavía once años para que Betty Friedan publicara su Feminine Mystique y con ello comenzara a reequilibrar las relaciones entre los géneros.

Estados Unidos era entonces un país doblemente amenazado: por un socialismo de Estado de modelo soviético cuyo autoritarismo descubriríamos décadas más tarde como una muy real amenaza a la libertad, por un anticomunismo interno, igual o más intolerante, que coartaba las libertades políticas que decía defender y lastraba las industrias creativas con una lista negra que no solo dejaba a algunas de sus mejores mentes sin empleo y sin avenida de expresión sino que apelaba a la delación fratricida ante un tribunal espurio ya solo por su desdén por el debido proceso. Si bien las mujeres habían empezado a ingresar en números razonablemente amplios al mercado del trabajo durante la Segunda Guerra Mundial, distaban mucho de haber conquistado una plena autonomía ciudadana o económica y, aunque contaban ya con una voz electoral, carecían de ella para el ejercicio de una sexualidad que la cultura asumía supeditada al placer masculino.

En ese contexto, la primera década de Playboy habría de resultar emancipadora, y no solo para los hombres, y no solo en materia de sexo. Devota de la inteligencia letrada, individualista y ciudadana en su talante, libertaria en su agenda política y social, la revista habría no solo de fomentar el liberalismo social y económico sino de dar al sexo una legitimidad cultural que hasta entonces le había estado vedada. Promotora de un ejercicio sexual autónomo entre hombres y mujeres libres y trabajadores —las primeras playmates aparecían todas ya como detentoras de un oficio profesional—, y notablemente poco homofóbica en un tiempo en que la norma era serlo, Playboy posibilitó las representaciones culturales de, y el discurso abierto y racional sobre, la sexualidad, allanó el camino para revoluciones cuyos frutos todavía disfrutamos.

Para fines de los 60, Playboy comenzaría su larga pendiente hacia la obsolescencia cultural, rebasada por un mainstream más osado, más tolerante, más respetuoso que, paradójicamente, ella misma había contribuido a construir. Valga entonces reconocer las limitaciones de Hefner, incluso sus errores de visión, pero también su legado no por juguetón y parcial menos sólido y menos liberador. No sería el mismo nuestro rumbo si no hubiéramos seguido, aun si solo un momento, las huellas del conejo.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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