No soy fan de Björk pero siempre he pensado que debería serlo. Es decir, que algún conocimiento tengo de su obra —vivo con una fan—, que algunos discos suyos he escuchado, que la disfruté (aunque no sé si esa sea la palabra correcta para describir lo que me produjo su actuación) en la Dancer in the Dark de Lars von Trier, que me pareció culto e ingenioso su guiño a Leda con todo y cisne en aquella alfombra roja por la que desfilara gallarda aunque incomprendida (doblemente gallarda entonces). Que me parece, pues, que está muy bien pero que hay algo en su trabajo que no acaba de entusiasmarme plenamente. Aun así, le hago la lucha… pero las circunstancias me hacen fracasar. Estuve en Nueva York al tiempo que el Museo de Arte Moderno presentaba su exposición dedicada a ella, pero no alcancé boleto: hube de conformarme con la videoinstalación incluida en el costo de la entrada regular, ese “Black Lake” proyectado en dos pantallas sincronizadas, que me pareció muy correcto en sus evocaciones ctónicas (diría Camille Paglia) del miasma primordial de las emociones desoladas… o algo así. Me dejé invitar por mi mujer a su reciente concierto en el Auditorio Nacional, pero he aquí que mi compañera de vida protagonizaba su propio video de Björk de factura casera —una cirugía ortopédica la había hecho devenir cíborg, conectada a un aparato de crioterapia merced a un adminículo que bauticé “la mañanita de RoboCop”—, por lo que no fue esa mi oportunidad para disfrutar (otra vez la palabra me falla) en vivo de esa voz que chirría como si los dientes mordieran hielo islandés. Sigo empeñándome, sin embargo: por eso, no bien recuperada Eunice, nos anotamos para asistir a esa Björk Digital que se exhibe actualmente en el Foto Museo Cuatro Caminos.
Salí escindido. Volví a ver “Black Lake”, por cortesía del MoMA, y volvió a gustarme, aunque sin excesos. Más disfruté de jugar con su app Biophilia, que expande la noción del video musical hacia los territorios del software científico, si bien el proyecto me resultó más educativo que artístico. (No hay mal en ello: es hermoso y útil, y un acicate para la curiosidad por el conocimiento; lo que no sé es si hay arte ahí.) Después vinieron las salas de realidad virtual, en que nos fue otorgado a cada asistente un visor VR de 360 grados. El primer video, “Stonemilker”, fue el que más me conmovió: en una playa fría, la artista vive literales desdoblamientos hasta enfrentarnos a tres Björks —alguna más cercana, alguna más lejana, todas visiblemente perturbadas— cantando la imposibilidad de la sincronía, ordeñando las piedras. Toqué así un instante el entusiasmo björkiano, tan elusivo para mí. Solo un instante, sin embargo. Siguió “Quicksand”, con una Björk animada hecha de arenas movedizas. Luego “Mouthmantra”, con una cámara literalmente endoscópica: a 5 minutos de un exudado faríngeo tan psicodélico como aburrido. En “Family” la cosa deviene interactiva y, merced a unos joysticks, podemos arrojar listones de colores a una Björk también hecha de cintas coloridas. Y en “Notget” una Björk literalmente en llamas ejecuta una danza tribal con penacho. Es todo.
La exposición está como para perder la cabeza. Es decir que, signo de los tiempos, se engolosina de tecnología —y es muy impresionante el tal visor de realidad virtual—, apela mucho a las sensaciones y nada a la inteligencia. Lindante con la atracción de feria, Björk Digital dice poco, lo que la hace el proyecto perfecto para esta era tecnoemotiva —la expresión es de Gilles Lipovetsky— en que la cosa es estar conectado (a la máquina, no a otro) y sentir sin significar, sin pensar.
Bien me guardo, sin embargo, de parecer el vejete cascarrabias que de todos modos soy: quiero pensar que la tecnología puede salvarnos de la tecnología. Por eso recibí con esperanza la noticia del lanzamiento de #Verificador, dispositivo desarrollado por la agencia publicitaria DDB y el Centro de Ingeniería Avanzada de la Facultad de Ingeniería de la UNAM para confirmar que las noticias difundidas en Twitter tengan, en efecto, una fuente fidedigna. Ante la avalancha de verdaderas noticias falsas —no como las de Trump— que circulan en la red, y de sus causas a menudo funestas, resulta tranquilizador que el usuario responsable pueda yuxtaponer a un tuit el hashtag #Verificador y, en caso de estar la noticia publicada en un medio confiable, recibir por el mismo medio la liga original para compartirla con certeza, si no de su veracidad, al menos de que existe una organización periodística seria que se hace responsable de ella. Saludo la iniciativa. Demuestra que, cuando se usa la cabeza, es posible ordeñar incluso la piedra del sensacionalismo cibernético.