Cultura

Las visitas tienen sueño

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  • Las visitas tienen sueño
  • Nicolás Alvarado

Alevoso que soy, reticente a dar la cara —no que no quiera hacerme cargo de lo que pienso, no que niegue a mis interlocutores el derecho de réplica; nomás que, guarecido tras lo escrito, prefiero ahorrarme la incomodidad del desencuentro presencial— aprovecho este espacio para implorar a tantas buenas personas —directores y publirrelacionistas de museos, curadores y comisarios y herederos de artistas connotados— que refrenen su prodigalidad y me ahorren la incomodidad de tener que declinar sus generosas ofertas de visitas guiadas. Lo digo porque parte de mi trabajo consiste justamente en ver exposiciones —debo hacer una reseña televisiva de alguna cada semana—, y por tanto realizo visitas cuando menos hebdomadarias a museos y otros espacios expositivos, pero lo diría también aunque mi trabajo fuera todo otro, aunque sólo asistiera a las exposiciones en tanto ciudadano espectador. Ahórrenme también —¡por favor!— al señor o la señorita que encabeza el recorrido soñándose pastor de un rebaño dócil, dispuesto a dejar guiar su mirada —y, peor, el tiempo de atención de ésta— por las indicaciones físicas y verbales de un tercero. Y de paso sálvenme de la audioguía, adminículo electrónico concebido para la misma exacta función, dictador robótico que pretende ordenarme no sólo qué ver sino acaso qué pensar.

Piense el lector en las grandes secuencias cinematográficas museísticas. Piense, desde luego, en los personajes de la Bande à part de Godard —homenajeados después abiertamente en Los soñadores de Bertolucci—, libres y locos, empeñados en hacer el recorrido más veloz de la historia por el Louvre parisino. Piense en Kim Novak en la Vértigo hitchcockiana, mucho menos alegre (y acaso más desquiciada), dedicando sus mañanas a contemplar(se en) el retrato de una antepasada misteriosa, exhibido en ese Palacio de la Legión de Honor de San Francisco al que James Stewart acude a mirarla mirar. Piense en James Bond briefeado por Q frente a un Turner en la National Gallery londinense (en la Skyfall de Sam Mendes), en Angie Dickinson descubriendo que el Met neoyorquino un templo del arte… y del ligue (en la Vestida para matar de Brian de Palma), en Audrey Hepburn que —con un poco de ayuda de sus amigos Avedon y Givenchy— deviene una segunda Victoria de Samotracia justo al pie de la primera, otra vez en el Louvre (en la Funny Face de Stanley Donen). Ninguna de esas secuencias memorables habría sido posible si los personajes no hubieran tenido la libertad para errar a sus anchas por el museo, para hacer suyas las obras, para resignificarlas —corrijo: para significarlas a secas, para construirlas— con su propia mirada.

Otra irritación derivada de mi trabajo televisivo en museos: que haya quien me pregunte qué significa una determinada obra de arte. Porque es pregunta imposible de responder. Porque, si acaso, podré decir qué significa esa pieza para mí, a la luz de otras que he visto, de mi historia personal, de mi novela familiar, de las lecturas que he acumulado, del estado de ánimo en que me encuentro al contemplarla y de las ideas que me sobrevienen en ese preciso momento a partir de ese preciso e irrepetible contexto. Contemplar es también completar. Ver una obra de arte es dotarla de un significado último pero no único, dialogar con el artista y con el curador y con uno mismo, terminar el proceso del arte. Proceso inefable, podemos sin embargo intentar comunicarlo —todo ejercicio de crítica de arte, o incluso de reseña, es un intento por ello— pero sólo para activar el mismo proceso en nuestro interlocutor, para obligarlo a realizar el suyo propio en respuesta al nuestro. Es justo por eso que tanto me molestan las visitas guiadas —grupales o individuales, por una persona de carne y hueso o por una grabación— que ofrecen los museos: porque, al presentar una narrativa “autorizada” de lo exhibido, legitimada por la propia institución, parecerían imponer una cierta visión, orientar una mirada que la anárquica y feliz lógica del arte preferiría dejar libre para encontrar su foco y su enfoque al hilo de la conmoción. Ojo (supongo que la expresión resulta aquí más que pertinente): no me opongo a la presencia de información contextual, que bien puede apuntalar la construcción de conocimiento. Vivan los textos y las cédulas y las hojas de sala, los catálogos y los sitios web y las aplicaciones, todo lo cual nos permite enriquecer nuestra experiencia de lo visto en el museo o en la galería; lo hermoso y lo útil de estos recursos, sin embargo, será la posibilidad de consultarlos antes o después o al mismo tiempo que vemos la pieza a placer, la de integrarlos al hilo narrativo que vaya tejiendo nuestra dispersa, excepcional mirada.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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