Miércoles 6 de septiembre de 2017, 19:17 horas. Recorro en automóvil la colonia Del Valle. Me acompaña mi mujer. Vamos de regreso a nuestra casa en la colonia Condesa, donde nos espera mi suegra, de 88 años, que vive con nosotros y cuya salud es frágil y, más importante, cuya movilidad es limitada. (La acompañan, sí, una cuidadora y una trabajadora doméstica pero nadie que en una situación de emergencia pudiera ayudarla escaleras abajo —que no puede bajar sola, y mucho menos rápido— desde su recámara en la planta superior). De pronto escuchamos un sonido familiar: su pertinaz insistencia nos hace identificarlo inmediatamente como el de la alerta sísmica, y asumir que un terremoto está por sobrevenir. Empiezo a acelerar la marcha mientras farfullo que debemos apurarnos, que urge llegar a casa, que tenemos que estar con mi suegra. Pero sé que es absurdo —no hay manera de alcanzar la Del Valle desde la Condesa en los 50 segundos que nos da la alerta para actuar—, y así me lo confirma Eunice en cuanto escucha los automatismos ansiosos y apocalípticos que espeto. A sabiendas de que tiene razón, le digo entonces que llamemos por teléfono, que alertemos a quienes acompañan a mi suegra de que está por sobrevenir un terremoto. Con lógica impecable me responde que de qué serviría eso, que las chicas no pueden ayudarla a bajar rápido (y menos cargarla), que una llamada en este momento solo serviría para generar pánico en nuestro hogar. Pienso entonces en mi abuela, igualmente frágil y restringida en sus movimientos a sus 97 años de edad. Me pregunto si mi madre estará en casa, con ella. (Viven juntas pero mi madre trabaja fuera buena parte del día). Pienso en llamar a esta última pero concluyo, en sintonía con mi sensata mujer, que, de no estar en casa, una llamada mía no haría sino acrecentar su angustia —dondequiera que se encuentre debe estar escuchando también la alerta sísmica, y dejándose habitar por una ansiedad análoga a la mía— y que, de estarlo, debe estar muy ocupada tratando de levantar a mi abuela y de procurarse ayuda para ponerla a salvo. Me frustro, ralentizo —ya que se antoja difícil que un edificio caiga sobre nuestro automóvil en marcha no quiero ponernos en riesgo por manejar de manera imprudente, guiado por una preocupación estéril—, me resigno a la impotencia.
Pasan los 50 segundos. Deja de sonar la alerta. Nunca he vivido un terremoto a bordo de un vehículo en movimiento pero sé por lo que me han contado que suelen no sentirse en tales circunstancias. Nos fijamos en los cables que cruzan las calles, en los toldos y letreros, en las copas de los árboles. Nada parece registrar un movimiento anómalo. Encendemos la radio del auto. Recorremos distintas estaciones en busca de información. En todas —y con distintos grados de sarcasmo— los locutores dicen lo mismo: lo único que tiembla es nuestra confianza en la alerta sísmica.
Jueves 7 de septiembre de 2017, 23:48 horas. Estoy en un restaurante de Polanco, cuya terraza está habilitada en el tercer piso de un edificio. Ahora me acompañan mi madre y un amigo suyo, que me han invitado a cenar para hacerme una consulta de trabajo. De nuevo se presenta el sonido atemorizante. Mi madre es presa de angustia —a diferencia de la última incidencia de la alerta sísmica, en que después de todo sí estaba en casa, ahora mi abuela está a merced de personas de buena voluntad pero físicamente incapaces de ponerla a resguardo— y, sabiéndose a escasas ocho cuadras de su domicilio, quiere precipitarse ahí. Intenta llamar por teléfono. Se percata de la futilidad de esa empresa. Se pone en pie. Comienza a precipitarse a la planta baja por unas escaleras de servicio, angostas, estrechas y metálicas, cuya negociación rápida se antoja dificultosa para ella por la rotoescoliosis que padece y los tacones que lleva. Comienza a temblar. La sigo, la sigue nuestro compañero de mesa, la siguen unas chicas que bebían cosmopolitans en la mesa contigua y llevan tacones aún más altos —Sex and the Quaking City es una película que no quiero ver—, la siguen todos los meseros. La experiencia de bajar unas escaleras de servicio durante un terremoto es aterradora. Nadie tropieza por fortuna pero varios estamos a punto. Llegados a la acera, el terremoto sigue. Mi madre pide su auto y un empleado de valet parking, solidario, se lo trae. Cuando arranca rumbo a su casa, el sismo ha terminado ya. Minutos después, ya en casa, me llama: mi abuela, asustadísima, la esperaba con su cuidadora en la sala de televisión contigua a su recámara, sin saber muy bien qué hacer.
¿Salva vidas la alerta sísmica? ¿O solo genera pánico y frustración? La pregunta no es retórica pero tampoco desdeñable. ¿Hay alguien haciéndosela ya?